Despacito, muy despacito…

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Despacito, muy despacito…

Ella no sabía por qué su esposo la golpeaba. Casi todos los días le pegaba. Las más de las veces era una bofetada nada más, o dos, pero otras veces le daba con el puño cerrado hasta hacerla sangrar, o la tiraba al suelo y ahí la pateaba hasta que quedaba exhausto.

Ella no sabía por qué su esposo la golpeaba. Yo sí lo sé: aquel hombre golpeaba a su mujer porque en el trabajo él recibía golpes de los que no se dan con las manos o los pies: humillaciones; burlas; reprensiones inmerecidas; órdenes irracionales que debía cumplir; trabajo extra al que no se podía negar... Por eso se desquitaba con su esposa: la golpeaba como le habría gustado golpear al gerente de la empresa o a su propietario.

Los hijos se espantaban cuando veían a su padre golpear a la mamá. Corrían a esconderse, y contenían el llanto, pues también ellos eran golpeados si lloraban. A nadie le contaban lo que en su casa sucedía. La madre les había dicho que eso nadie lo debía saber. Ocultaba ella sus golpes, o los explicaba diciendo que se había tropezado, al caminar en la oscuridad, contra una puerta.

En los libros hallaba consuelo la señora. Le gustaba leer sobre todo los que trataban de Historia Universal. Su esposo no aprobaba esas lecturas, y si la veía con un libro en las manos se lo quitaba y lo arrojaba con furia contra la pared. Leer no era cosa para mujeres, le decía. Por eso ella leía nada más cuando el esposo estaba ausente. Así leyó la “Vida de Napoleón Bonaparte” escrita por Ducruy. La leyó y la releyó...

Un día el hombre enfermó. Varios días guardó cama, víctima de una fuerte indisposición estomacal.

-Gastritis –dijo el médico.

Recetó algunos medicamentos; ordenó a su paciente que no comiera alimentos irritantes y le aconsejó beber leche, mucha leche.

Cedió el malestar, pero se repitió a poco. El hombre sentía fuertes dolores de estómago, intensas náuseas repentinas.

-Gastritis crónica –dictaminó el doctor.

Volvió a recetar medicamentos –los mismos– y aconsejó al enfermo que bebiera leche, mucha leche.

Dos años le duró al individuo aquel padecimiento. Al cabo de ese tiempo falleció. En el ataúd se veía consumido; tenía la piel de un gris verdoso, ceniciento. Con su muerte –como sucede en muchos casos– la esposa floreció. Fue otra. Después del obligado luto se dedicó a visitar a sus hermanas, a sus amigas, a su madre. Antes no las veía casi, pues su marido no le daba permiso de salir. Aprendió a jugar un juego de cartas llamado “canasta uruguaya”, que entonces estaba muy de moda, y los sábados iba con sus amigas al Cinema “Palacio” y veía dos películas de estreno, americanas. Sus hijos se casaron; ella gozó la felicidad de ser abuela, y vivió contenta y feliz muchos años, hasta su muerte. En el ataúd se veía como dormida, con una sonrisa plácida en los labios.

Los hijos vendieron algunas de sus cosas, pues no tenían lugar para guardarlas. Los libros fueron a dar a una librería de viejo, y están ahora ahí, revueltos en un estante con otros de diversa procedencia. Entre esos libros está una “Vida de Napoleón Bonaparte” escrita por Ducruy. El que compre tal obra hallará una página donde se leen estas palabras: “Algunos historiadores sostienen la tesis de que los ingleses mataron lentamente a Napoleón usando un veneno que su médico le administraba en pequeñas dosis cada día”.Despacito, muy despacito...