(des)Honestidad intelectual

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(des)Honestidad intelectual

Cuando hacía mis pininos como reportero en Ciudad Acuña, conocí a un importante ganadero a quien le escuché repetidamente una frase muy adecuada para el momento actual de nuestra historia: “estamos pasando por una mala etapa, pero si ya tocamos fondo entonces ya la hicimos”, decía para explicar la situación en la cual se encontraba el comercio de reses con los Estados Unidos, en aquellas épocas de principio de los años 90 del siglo pasado.

La idea se me quedó grabada como una de las mejores formas de hacer evidente, de forma precisa y contundente, la precondición necesaria para superar cualquier crisis o cualquier momento de dificultad: tocar fondo.

En efecto, nuestra incomprensible capacidad para persistir en conductas nocivas, cuyos efectos sólo implican perjuicios, obliga de forma necesaria a viajar hasta el fondo del problema antes de comenzar a pensar siquiera en la posibilidad de regresar a la superficie.

Los tiempos actuales son una buena muestra del señalamiento anterior. Y no sólo en el caso de México, sino en el del mundo entero. La turbulencia por la cual atravesamos no parece suficiente para hacernos voltear hacia el lado correcto de la acera y evitar ser atropellados nuevamente por la historia.

Pero si la regla general en el mundo es visible, en México alcanza niveles de patetismo debido a la combinación de conductas nocivas con una actitud suicida al momento en el cual se nos confronta con la realidad. Una actitud prohijada en el peor de nuestros defectos: la deshonestidad intelectual.

A una sola voz reclamamos –sin duda de forma correcta– se nos respete en nuestros derechos y dignidad, además de exigir el cese de las agresiones y los amagos venidos del exterior, señaladamente de la vociferante humanidad del señor Trump.

Pero, al mismo tiempo, somos incapaces de reconocer la responsabilidad en la cual incurrimos largamente para llegar a esta realidad de debilidad frente a un Presidente megalómano. Porque si carecemos de los elementos para hacerle frente, con mayor fortaleza, a los embates imperialistas del Presidente estadounidense, es porque largamente dedicamos nuestras energías a construir un sistema de mínimo esfuerzo y simulación grotesca.

A fuerza de persistir en dicha fórmula hemos convertido a la mediocridad en nuestro estandarte y a la destrucción de las iniciativas ajenas en nuestra principal vocación. Lo peor es cómo luego somos capaces de llamarnos a decepción y decirnos asombrados del resultado natural de nuestros afanes.

Lo señalé la semana pasada en este espacio, pero me parece oportuno reiterarlo: el sistema universitario del País –señaladamente la universidad pública– constituye uno de los retratos prístinos de nuestro fracaso colectivo.

Acudo a un ejemplo puntual para ilustrar el señalamiento: un día fui a una Feria de Universidades en Monterrey en la que participaban instituciones de educación superior de todo el mundo, las cuales promovían sus programas entre quienes analizábamos opciones para un posgrado.

Pasé por el módulo de la Universidad de Oxford y tomé el tríptico promocional de dicha casa de estudios. En el primer párrafo del texto, una frase contundente retrataba de forma instantánea a dicha universidad y explicaba la razón de su prestigio internacional: “de nuestras aulas han egresado 50 premios Nobel”.

Un dato objetivo, puntual, demoledor.

¿Cómo puede aspirar cualquier otra universidad del planeta a competir, a compararse con Oxford? La única forma, claramente, es ofrecer un dato igualmente contundente, aunque no necesariamente en términos de premios Nobel: presidentes, primeros ministros, astronautas, inventores, literatos, artistas reconocidos, medallistas olímpicos, libros publicados, inventos… el intelecto humano da para producir muchos motivos de orgullo.

¿Cuántas de nuestras universidades públicas en México pueden aspirar a competir seriamente con Oxford, Yale, Stanford, Columbia, Caltech, la Sorbona o el Instituto Tecnológico de Massachussets?

Salvo la UNAM, institución en la cual sigue concentrándose la inmensa mayoría de la investigación científica del País, ninguna otra casa de estudios azteca es reconocible desde el exterior como una productora de conocimientos ni de soluciones para los problemas cotidianos.

No es –ni ha sido– una realidad desconocida. Largamente hemos tenido claro nuestro principal déficit en materia de educación superior: en nuestras universidades no se investiga y por ello sólo somos consumidores de la investigación realizada en otras latitudes, lo cual nos condena a recrear eternamente el papel de nación subdesarrollada.

Y para resolver un problema, como es bien sabido, el primer paso es reconocer su existencia. Nosotros, haciendo gala de nuestra capacidad para la deshonestidad intelectual, nos negamos tercamente a reconocerlo y por eso no terminamos de tocar fondo.

Habremos de seguir entonces braceando hacia abajo. Ojalá y cuando finalmente debamos hacerlo en la dirección contraria nos alcance el oxígeno para llegar a la superficie.
¡Feliz fin de semana!

@sibaja3
carredondo@vanguardia.com.mx