Decadencia de la esperanza
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Decadencia de la esperanza
Probaba apenas el primer bocado del trozo de pollo que había pedido para comer cuando un niño de unos 10 años, de piel cobriza, rostro hermoso, pelo oscuro y bien peinado y voz muy suave se acercó y me dijo algo que no pude escuchar bien. Le pedí que repitiera lo que había dicho.
-¿Me regala una moneda, por favor?
Lo miré con curiosidad, pues su apariencia no era la de un niño de condición humilde. Llevaba puesta una camiseta con la imagen de Spiderman en el frente y un pantalón de mezclilla limpio y no gastado. Su rostro y su voz eran tan dulces que sentí piedad por él y rabia por todo lo que tiene que suceder en la escala social para que estas inequidades sigan ocurraiendo a estas alturas de “la civilización”.
Le pregunté si tenía hambre. Me contestó que sí. Pero cuando lo invité a comer me dijo que no porque necesitaba llevar algo a sus hermanitos y a su madre, que lo esperaban afuera del restaurante, muy cerca de la Plaza de San Francisco.
-¿Qué tal si pedimos algo para que te lo lleves y así también a ellos los invitas? –le pregunté, atragantándome por la tristeza.
Lo invité a sentarse a la mesa. Llamé a una de las chicas y le pedí que sirviera para llevar lo que el niño ordenara. Eligió un caldo de res –“de vaca”, diría Proust.
-Grande, por favor –dije a la chica, luego pregunté al niño: -¿Quieres un poco de pollo? Me contestó que sí.
Hablamos un rato mientras la chica nos traía la orden de caldo de res. Me enteré de que el niño y su familia habían llegado de Honduras hacía unos meses y que vivían en la Casa del Migrante y que su papá había conseguido un trabajo de vigilante en un taller mecánico y que él –el chico- cursaba el tercer año de primaria. (¿Dónde?).
Ignoro si Moisés –así dijo que se llama- me mintió, pues no advertí en sus palabras ningún acento. Llevaba conmigo la reciente novela de Vargas Llosa, “Tiempos recios”, y no pude evitar pensar en el origen del título –Santa Teresa de Jesús, siglo XVI-, en las infamantes dictaduras latinoamericanas y en la funesta herencia que han dejado en Centroamérica y en toda América Latina.
Mientras hablaba con Moisés, no pude dejar de pensar en la rapiña del neoliberalismo, en la voracidad de las potencias “globales” que desean repartirse el mundo desde… siempre, en la rapacidad del Tío Sam y otros tíos, en la invención de la encarnizada violencia y en la ilusoria “falta de oportunidades” que impera en los países que aún se encuentras “en vías de desarrollo”. Todo esto, es claro, con la complicidad de las celestes cumbres de las clases políticas: basta leer unos cuantos libros verdaderamente confiables y aplicar el sentido común para comprenderlo.
Si México no puede consigo mismo, pensé, ¿cómo podría atender las necesidades de miles de migrantes centroamericanos y sudamericanos que llegan al país “buscando un mejor futuro”? Si México también es víctima de su sumisión a las naciones más poderosas del planeta y de su endémica corrupción política, ¿cómo podría hacerse cargo de ellos si a duras penas ha podido solventar los intereses de sus deudas y los rezagos en casi todos los rubros de nuestra economía y composición política?
Moisés había puesto un poco de salsa a la pieza de pollo que comía y noté que, apurado, soplaba con frecuencia.
-¿Qué pasa?
-Pica, huhhh, pica…
-Ah, claro. La salsa pica… ¿Quieres un poco de refresco?
¿El niño había sido entrenado para mentir o lo que me decía era la verdad? No lo sé, pero hubiera querido abrazar a ese niño y protegerlo y auxiliarlo y prometerle un futuro, asegurarle que todo iría bien. Evidentemente, hubiera sido ridículo y hasta peligroso dejarme llevar por mis impulsos humanitarios y seudo altruistas: ¿qué hubieran pensado los otros comensales? ¿Que soy un pedófilo, como tantos que andan por ahí haciendo de depredadores?
Las reflexiones sociológicas, filosóficas, económicas y políticas se mezclaron con un sentimiento de ternura que no me asustó porque lo he sentido muchas otras veces ante los actos de injusticia que arroja nuestra época, podrida por la ambición y la irresponsabilidad ética. No me asustó, digo, pero sí me puso más pesaroso de lo que normalmente soy.
¿Qué hacer ante la incertidumbre y el dolor de tantos miles de migrantes que pretenden escapar de un círculo inmerecido del Infierno? ¿Qué haría si me viese obligado a largarme de este país llamado México porque las condiciones ya resultan insoportables? ¿A dónde iría? ¿O qué haría a estas alturas de la vida y en estas condiciones?
Los 30 minutos que pasé esperando y conversando con este niño hondureño fueron como una turbulencia durante la cual la comida adquirió el sabor del papel. La mesura y la tranquilidad con la que hablaba me dejaron casi sin aliento. ¿Ignoraba a lo que se enfrentaría? ¿El saberse acompañado de sus padres y sus hermanos le brindaban un sentimiento de “pertenencia” incluso en un país en el que ninguno de ellos nació?
Escuchándolo, pensé una vez más en la quimera de la identidad. Volví a preguntarme qué cosas son ésas a las que llamamos “identidad” y “pertenencia”. No tuve más remedio que contestarme: uno se prende de tales entelequias porque si no fuera así caería en un vacío que quizá no podría soportar. Recordé a Kierkegaard y su divino clavo ardiente.
Hoy regresé a la Plaza de San Francisco. Esperaba encontrar a ese niño, a esos migrantes hondureños para hacerlos sentir menos solos, menos desamparados. No los encontré. Y acaso haya sido mejor así. ¿Qué consuelo podría brindarles un tenebroso, un desconsolado como el que escribe estas cuartillas empapadas de cursilería?