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De la cintura para abajo...

Don Luterito hacía dos visitas obligadas cuando venía a Saltillo: una al Santo Cristo y otra a la zona roja. Así mostraba la pasta de que estaba hecho, pasta humana; así cumplía las dos vocaciones de los hombres -y de las mujeres, y de todos los puntos intermedios-: la que llama hacia arriba y la que hacia abajo llama.

La primera visita era al Señor de la Capilla, desde luego. Lo primero es lo primero. Don Luterito estaba seguro de que también el Papa le rezaba en Roma al Señor de la Capilla. Tras de dejar sus cosas en el Hotel Jardín, frente a la plaza del mercado, don Luterito dirigía sus pasos (en el rancho no tenía que dirigirlos, pues se iban ellos solos) hacia la catedral. No entraba en la gran nave. Ningún compromiso tenía con el santito que estaba en el altar mayor. Iba derecho a la capilla a arrodillarse frente a la imagen del crucificado. Se santiguaba tres veces, hacía la porlaseñal y luego recitaba todas las oraciones que se sabía: el Padre Nuestro, el Ave María, la Dios te salve reina y madre, y el Creo en Dios Padre todopoderoso. Acto seguido le pedía al Señor que lloviera -o que no lloviera, si ya iba a levantar la cosecha-, y finalmente le encomendaba la salud de su esposa, la de los muchachos, la de los animales y la suya propia. Terminado el invariable rito hacía otra vez la porlaseñal, se santiguaba otras tres veces y salía del templo, confortado. Había cumplido el deber de todo fiel cristiano. Ya volvería, la víspera de su regreso al rancho, a despedirse.

A continuación iba a visitar a sus parientes. Tenía un tío y una tía ya mayores, y había que preguntarles cómo estaban. Comía en la casa de su hermana. Siempre le traía algo -calabacitas, chile, unas manzanas-, no tanto por ella sino por el cuñado. En la tarde veía a sus primos. Uno era dueño de una jarciería por Venustiano Carranza; el otro tenía un tendajito en la de Múzquiz. Ahí se tomaba una soda, que pagaba siempre después de que el primo se resistía (un poco nada más) a recibirle el pago.

Por entonces había caído ya la tarde. Regresaba al hotel, se echaba agua en la cara y cenaba unos tacos anca Carrum. Paseaba la cena ahí mismo, en la plaza, y cuando el reloj de la catedral daba las 10 se iba a la zona roja. Ahí trabajaba una señora de la cual era marchante. La misma siempre. Un hombre debe ser formal.
Pues bien. Llegó el tiempo en que don Luterito juzgó que ya era tiempo de que su hijo mayor –el muchacho había llegado ya a los 16 años- conociera el mundo.

Para tal fin lo llevó al Saltillo. Hizo con él la visita al Santo Cristo, y luego fueron los dos a comprar el mandadito, los géneros y otras cosas que su mujer le había encargado. Era enero, la época en que los comerciantes regalaban almanaques a sus clientes. En cada tienda a la que llegaban don Luterito pedía uno. Los había de santos, de toreros, de temas patrióticos -el Padre Hidalgo, la bandera- y con escenas campiranas. Cada año salía el de La Leyenda de los Volcanes y el otro muy bonito del gallardo ranchero que volvía del pueblo con el rebozo que mercó para su esposa joven y bonita.

Toda la tarde se la pasaron don Luterito y su muchacho en esas compras y en esa colecta de almanaques. Bien cargados de mercancía y calendarios volvieron al hotel. Y entonces el viejón le ordenó a su hijo que se arreglara, pues lo iba a llevar con las polveadas pa’ que se hiciera hombre. Fue aquella noche cuando pasó lo que pasó. (Continuará mañana).