De cuarentena y frente al caballete

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De cuarentena y frente al caballete

Foto: Especial

Nunca me he considerado artista, ni siquiera cuando estudiaba artes. Algunos maestros me regañaban cuando decía con certeza que yo no era artista y luego de explicarles que mis aspiraciones estaban más inclinadas hacia la teoría del arte y no su práctica no quedaban muy satisfechos.

Me parecía que en la escuela de arte solo se podían formar creadores o docentes, pero pocos investigadores, profesionales dedicados a su estudio y nada más; en un afán de demostrar que es posible ser teórico sin ser creador abandoné por años este aspecto de mis habilidades, salvo contadas ocasiones, momentos de mera recreación, y aprovechando mi posición como periodista cultural me enfoqué en el estudio del arte.

Pero ahora la cuarentena sacó mi ánimo creativo, como a muchos otros les ha pasado, y no solo he revivido proyectos de escultura (que pronto deberá estar lista) o planteado nuevos dibujos, otra de mis técnicas predilectas, pues también me he puesto como meta el desarrollo de habilidades técnicas que siempre consideré inalcanzables pero, sobre todo, innecesarias, al menos para mi escueta producción.

La academia está casi extinta; los últimos esfuerzos de un sistema de aprendizaje capaz de otorgar todas las capacidades de creación plástica a un aprendiz —que sepa manejar pintura, grabado y escultura con la destreza de los grandes maestros— son contados y las escuelas de arte han ampliado su oferta para abarcar todas las expresiones que se han desarrollado en los últimos siglos, ofreciendo no ya un perfil de egreso de un creador bien dotado, sino de un conocedor de todo lo que hay.

Quien termina la carrera se encuentra ante un amplio panorama donde deberá elegir su camino y, ahora sí, pulir sus habilidades en dicho estilo, técnica y discurso, ya sea que se decante por una producción más figurativa y plástica o un trabajo más conceptual, sin descartar las posibilidades que quedan en medio.

Pero si muchos de mis compañeros de generación se enfrentaron al salir de la carrera con que su manejo de la teoría del color era aún básico, su conocimiento de dibujo del desnudo impreciso o sus discursos y statements faltos de rigor en su investigación y sus propuestas conceptuales carentes de un buen desarrollo semiótico —y han tenido que dedicar buen tiempo a madurar todo esto—, yo, que me concentré en mis últimos años en el periodismo cultural y descuidé todo lo demás, me encontré estas últimas semanas con mis habilidades oxidadas e insuficientes para lo que mi imaginación demandaba.

Me puse entonces a practicar, desde cero, con materiales que en el pasado rehuía porque me consideraba incapaz de manejar —como los lápices de color y el uso del color en general— a través de pequeños ejercicios en los que poco a poco he ido aprendiendo lo nunca aprendido y recuperado lo perdido, sin miedo al fracaso, sin la presión de una fecha límite de entrega o de una calificación. Un aprendizaje tan libre como yo creo nunca lo he tenido en mi vida.

Tal vez de todo esto surja algo para compartir con todos, tal vez me verán al finalizar la cuarentena organizando mi primera exposición individual —no negaré que ha rondado mi mente la idea— o tal vez no suceda, pero en definitiva la situación ha puesto en perspectiva para mí muchas ideas preconcebidas sobre la práctica, sobre el estudio y sobre la enseñanza de las artes y en medio de esta turbia época, en la que reflexiones sobran, no pude evitar compartir una más.