Danzar para que llueva
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Danzar para que llueva
El desierto no defrauda, se recibe sustancia como regalo: huevos por montones, un trozo de un carnero que se desbarrancó y tuvo fractura expuesta, así que la “tramitaron” con algo de dolor pues llevaba dos corderos adentro. Los alimentos son producto del trabajo de hombres y mujeres que viven en el corazón del desierto coahuilense. Esto es Acatita.
Hay fuego del cielo a plomo. Algo de bruma en el ambiente aminora el picor en la piel. Cerros amplios y el canto de las cigarras. Veredas donde las epithelanthas son colonias exuberantes que resguardan las elevaciones; prefieren la adversidad y crecen con mayor fuerza exactamente frente al sol del atardecer, sus esferas blancas reciben el ardor hasta que llega la hora de dar tregua a la tierra.
El hombre ha reunido al rebaño que sacó a comer al desierto porque “la seca está muy dura”. Recién llega una camioneta al rancho con hojas de elote para que el ganado coma algo más. Termina y cerveza en mano, se alista para la celebración del pueblo. Es la fiesta de la Santa Cruz, organizada por la familia de doña Noelia Sifuentes y de su esposo Martín de la Rosa.
-Voy a ir a danzarle un rato.
Dice y agrega que han estado danzando desde que amaneció.
-Ya queremos que llueva. Esta fiesta es la buena; el año pasado se danzó el 3 de mayo y pera el 8 ya estaba lloviendo.
Una enramada resguarda la cruz que bajaron del cerro en la mañana. A un costado, un tecladista marca el ritmo electrónico de la danza. Los tambores se suman ante hombres, mujeres y niños, danzantes de la Rosa de Guadalupe quienes son guiados por uno de los hijos de doña Noelia; él es quien marca el paso a seguir. El suelo ha sido regado para que no sea tanto el polvo entre las columnas de danzantes.
Hay sillas y piedras redondas para sentarse a ver la destreza de los danzantes que replican los pasos planteados por su capitán, pasos que se hacen cada vez más complejos. Lucen capas con ribete de olanes; el colorido es intenso: azules, rojos, naranjas, verdes, morados y amarillos. Algunos van con sombrero, otros con gorra deportiva. En sus manos hay sonajas metálicas y en vez de hojas de palma, diseños circulares y en forma de corazón, con papel metálico deshilvanado. A la danza se suman algunos pobladores por momentos. Lo que no se pronuncia en la danza es por lo que se implora con los pies: que llueva. Con fervor en cada golpe: que llueva.
Luego de que los danzantes han probado el dominio de sus pies, entra El Viejo, un hombre inmenso vestido de color rosa, con una máscara monstruosa. Luce dos globos en el pecho y trae pelucas de colores que cambia según avanza la celebración. Con su muñeca y bastón aterroriza a danzantes y convidados. Luego se suma un toro de tela que cuelga de los hombros de un joven veloz. Como un toro real, anuncia el ataque con la mirada y entra a la danza para ser toreado por las capas de los danzantes. El Toro y El Viejo salen a buscar niños o familias, así dispersan risas y gritos por las calles. Todo es algarabía.
Y que no se diga que se le pide una generosidad al cielo que no haya aquí. Así que se da de comer a todo el pueblo: en mesas colocadas en uno de los patios, en cada descanso de la danza, sirven frijoles charros, arroz y asado de puerco, tortillas de maíz “a llenar”, limonada o agua de Jamaica. Tanto como se quiera. Otro plato más con pollo en chipotle y sopa gruesa (así le llaman a la sopa de pasta ancha y larga) aderezada de una manera inusitada para mí: huele y sabe a hierbabuena.
El sol ya se recuesta, entonces pueblo y danzantes suben al cerro; van también mujeres con bastones, sostenidas por los brazos de sus hijos. El contingente regresa la Cruz a su sitio, entre cantos y el ritmo de un acordeón.
Vamos a agradecer a doña Noelia, estamos a la entrada de su casa. Ella sale con café de olla en las manos y nos rebosa vasos para el camino; una de sus hijas entrega pan dulce. También nos han entregado un vaso grande bien sellado con frijoles charros. Se acaba la fiesta y sigue el trabajo.
La plegaria ha sido entregada. Que llueva. Que llueva.