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Cultura y entretenimiento: difusa división
Tengo ya un año encerrado, trabajando desde casa. Por estas fechas, en 2020, la pandemia y sus repercusiones cambiaron por completo mi rutina y mis responsabilidades laborales. Pasé de ser solo reportero a editor también, y el equipo de VMÁS, compuesto por cuatro personas, se redujo a dos; mi compañera Itzel Roldán, a cargo de espectáculos, y yo, a cargo de artes. Esta división de papeles podría parecer tajante, pero si antes de esta nueva normalidad la línea entre ambas áreas era difusa, en especial en lo referente a su cobertura, ahora creo que se desdibujó aún más.
No ha sido borrada del todo. Aunque los contenidos comparten la misma sección en el sitio web en la versión impresa conservan sus límites y la línea editorial maneja los mismos estándares de siempre, los que todos siguen. Si, esos que ponen a Juan Gabriel en espectáculos y a Plácido Domingo en cultura, aunque ambos sean cantantes; esa misma categorización que ubica a Celso Piña y a Ástor Piazzolla en dos secciones diferentes; la que aborda la vida íntima de la Familia Real Británica en un lado y la apuesta virtual del Museo Británico en el otro.
No soy ajeno a la cobertura de lo que, bajo esta poco específica definición, corresponde a espectáculos. Alguna vez, por cuestiones de agenda en el equipo, tuve que acudir a un concierto de Intocable, por ejemplo, u otro de Sebastián Yatra —además de mis deberes como editor web, alimentando la página del periódico con artículos más bien enfocados a lo que está en tendencia—, pero nunca como en los últimos meses estuve tan involucrado con la sección y no he dejado de reflexionar sobre lo arbitrario que es el límite entre un área y otra.
En su ensayo “La civilización del espectáculo”, Mario Vargas Llosa lamenta que la “loable filosofía” de democratizar la cultura haya resultado en una banalización de la misma y en la desaparición de la alta cultura; elitista, sí, pero crítica y reflexiva. Señala que el contenido, en esta era posmoderna y globalizada, ahora obedece a la forma y al mercado; “el único valor existente es hora el que fija el mercado”, dice en su texto.
Y concuerdo en algunos puntos. El periodismo rosa, por ejemplo, es síntoma y causa de la influencia del capitalismo en los medios. El chisme, la vida privada, la noticia laxa, vende con mayor facilidad que un artículo más denso —con sus excepciones, como en todo caso—, pero la postura tan pesimista que Vargas Llosa y otros como él comparten creo que es resultado de una incomprensión de los hábitos de consumo actuales.
Menciono este punto porque representa la principal base sobre la cual se erige la diferencia entre entretenimiento y cultura; una está hecha para vender, la otra para reflexionar; una es ocio, la otra es enriquecimiento; una es para las masas, la otra solo para unos entendidos. La cosa es que incluso en la práctica, como lo he podido comprobar a lo largo de este año, dicha categorización se queda corta.
El entretenimiento, es la convención, apuesta por un rato de distracción, una escapatoria ante las angustias del día a día, mientras que la cultura es el terreno de las ideas, de las artes, de la genialidad humana, de la reflexión que perdura y que marca. Pero en realidad los productos en ambas áreas pueden, y son en muchas ocasiones, una mezcla de ambos.
Si la cultura no fuera entretenida ni los más intelectuales la disfrutarían. Y, por el otro lado, existen propuestas en la música pop, en el cine, en la televisión, en la literatura contemporánea y en otras disciplinas, que están cargadas de potentes mensajes y discursos que desde su lanzamiento a la fecha aún generan discusiones.
Los videojuegos, incluso, ya han demostrado en más de una ocasión que pueden generar reflexiones y debates enteros alrededor de sus propuestas y discursos. No me cansaré nunca de mencionar el caso de Hellblade: Senua’s Sacrifice, que aborda las enfermedades mentales y la esquizofrenia, con un toque de mitología nórdica, en un juego que ayuda a comprender a las personas que padecen estas aflicciones y en el proceso concientiza al respecto.
Además, posturas como la de Vargas Llosa ignoran e incluso llegan a menospreciar el papel de las culturas populares, y son la causa de que la gestión cultural, cuando se trata de lidiar con comunidades periféricas o indígenas, busque “llevar la cultura” desde un ámbito colonizador y eurocéntrico, como si antes de la llegada de estos agentes esas personas no tuvieran ya sus expresiones definidas.
El caso es que aunque parezca que ya no leemos como antes, que ya no escuchamos música como antes, que ya no consumimos arte como antes, los ejercicios críticos de pensamiento se pueden desarrollar desde muy distintas plataformas, no le pertenecen a un solo dueño, lo mismo que la banalidad y el ocio se pueden encontrar hasta en las más académicas de las bellas artes.
Tal vez todo cambió y a la vez nada; le pusimos nuevos nombres a lo que llevamos haciendo, en esencia, de la misma forma desde hace milenios. Pero mientras la reflexión continúa yo me preparo para la jornada más larga del periodismo de espectáculos; este domingo son los Óscares, epítome, creo yo, de este debate.
¿Se premia a los mejores? ¿A los más populares? ¿Al discurso en boga? La cultura y el entretenimiento, se unen en la gala más importante de Hollywood y el espectador atento sabrá reconocer dónde está esa esencia que Vargas Llosa considera perdida y dónde radica la fuente de su pesimista ensayo.