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Cuando es tu ex, o nadie, durante meses
Sarah Rosen
Mi novio terminó conmigo la semana antes de que encontraran muerto a mi vecino. El rompimiento ocurrió por la tarde; había pasado todo el día comprando despensa porque la Organización Mundial de la Salud acababa de declarar una pandemia.
Determinada a seguir siendo optimista, estaba preparando sopa de pollo y escuchando música de Motown cuando mi novio llegó luciendo pálido y adolorido. Tan solo tuve que mirarlo para saber que tenía una noticia trágica que revelarme sobre el coronavirus o que nuestra relación estaba a punto de terminar.
Se requiere un tipo especial de crisis para hacer que la noticia de que tu novio rompió contigo sea la más positiva. Mientras nos despedíamos con un abrazo, me dijo con lágrimas en los ojos: “Seguramente algo de esto puede convertirse en un chiste sobre el distanciamiento social”.
El rompimiento me sorprendió, no solo porque el momento era terrible, sino también porque creí que aún teníamos una relación que salvar. Habíamos estado juntos durante seis meses y éramos buenos el uno con el otro, aunque abordábamos el mundo de maneras muy distintas. Estuve tentada a adjudicarle el rompimiento a la pandemia y tener la esperanza de que cambiara de parecer. Bebí dos tragos de whisky y desperté con dolores estomacales y diarrea.
Dos días después, seguía con los mismos síntomas. No sé si era una bacteria, coronavirus o la manifestación física del caos emocional. Los síntomas empeoraron: creí tener fiebre, pero mi termómetro estaba descompuesto, así que me metí un termómetro de carne bajo la lengua, lo cual pareció poco preciso y además tenía un extremo puntiagudo que me lastimaba. Pensé con nostalgia en mi nuevo exnovio que estaba en su apartamento a kilómetro y medio de ahí.
Después de un rompimiento, generalmente trato de reafirmar mi independencia y rodearme de amigos, pero ahora eso era imposible. Me preocupaba que pedirle ayuda a mi ex tan pronto pareciera patético, pero estaba demasiado enferma para que me importara, así que le envié un mensaje de texto.
Cuando llegó a mi puerta con Tylenol, Gatorade, Imodium y Pedialyte, sentí una gratitud abrumadora. ¿Acaso esa era una señal prometedora o solo estaba siendo honorable? La pandemia había acabado con las normas de un rompimiento y estábamos explorando un territorio turbio y virgen.
Unos cuantos días después, escuché ruidos en mi pasillo y abrí la puerta para encontrar a dos paramédicos que tocaban a la puerta del apartamento de al lado y trataban de abrirla.
“¿Cuándo vio por última vez a su vecino?”, preguntó uno.
“No lo sé”, respondí.
“Su hijo llamó porque no ha sabido de él durante algunos días”, comentó.
Mi vecino era un hombre de 80 y tantos años (aunque se veía más joven) que vivía solo y solía poner una silla en la estrecha terraza de nuestro edificio en el verano, donde se sentaba a leer.
Cuando llegaron los bomberos, pasaron por mi apartamento para tener acceso a la escalera de incendios de mi vecino. Les abrí las ventanas y las puertas para que no tuvieran que tocar nada y después volví al pasillo y los escuché reportar por la radio que estaba muerto.
Mis vecinos del otro lado y yo intercambiamos una mirada de impacto y responsabilidad compartida.
Cuando salieron los bomberos, pregunté hace cuánto había muerto mi vecino.
Dijeron que no lo sabrían sino hasta que llegara el médico forense.
Tenía una sensación de desasosiego. Al tocar la manija de la puerta del edificio una semana antes, ¿le había pasado un virus a mi vecino que ni siquiera sabía que portaba?
Abrumada por esta terrible realidad, comencé a envolverme en un tipo de manía de pánico y empecé a hornear pan de plátano mientras mis vecinos y yo esperábamos al médico forense. Llegó cuando el pan estaba en el horno, un hombre alegre que nos dijo que el cuerpo ya había comenzado a descomponerse, así que habían sido más de dos días. Les mostró a mis vecinos una fotografía del cuerpo en su cámara digital para que pudieran identificarlo y después dijo: “Caray, ¡algo huele bien! ¿Están haciendo roles de canela?”.
Que mi vecino muriera solo en su departamento me pareció un presagio de más dolor, y de pronto me sentí asustada de estar sola. Le envié un mensaje de texto a mi ex para decirle lo que pasó y aliviar la insoportable soledad que esta muerte había desatado en mí. Hablamos. Me hizo querer guardarle un poco de pan de plátano.
Cuando empecé a tener fiebre y tos unos cuantos días después, me preocuparon los bomberos que habían estado en mi apartamento. Mi ex me prestó su termómetro e intentó reconfortarme al decir que los bomberos en efecto estaban enfrentando el virus en otras partes.
Aunque mi ex y yo vivíamos solos en apartamentos aparte, nuestro contacto continuo implicaba que en efecto nos estábamos aislando juntos, explorando una nueva zona gris en nuestra relación. Hablábamos todos los días. Ofreció lavar mi ropa. Y una noche, después de sentirme mejor, comimos tortellini y vimos una película. No nos preocupaba infectar el uno al otro porque habíamos estado en contacto todo el tiempo.
Ya no éramos una pareja romántica, sino una pareja de pandemia. Creí que tal vez nuestra relación estaba en pausa como la ciudad, como el mundo. O quizá, como muchas parejas, seguíamos juntos por miedo a estar solos.
A mi ex no le gustaba estar solo, así que sabía que el aislamiento sería difícil para él. Siempre estaba socializando, andando en bicicleta, viajando y planeando. Nuestros primeros meses de citas me arrollaron como un tsunami: me dio un cepillo de dientes en nuestra segunda cita y un cajón en su dormitorio el segundo mes.
En cuestión de cuatro meses, habíamos pasado tres vacaciones y conocido a nuestras familias. Pero me preocupaba que hubiéramos hecho todo muy rápido sin haber pasado por el proceso lento de conocernos.
Desde luego, conforme nos acercábamos a los seis meses, comenzamos a ver cómo quizá no éramos tan compatibles después de todo. Aunque quería analizar a las personas y desnudar mi alma, él quería hablar sobre dispositivos y resolución de problemas. No sabía si esas simplemente eran diferencias a las cuales adaptarme (soy artista; él es ingeniero), si indicaban un problema más profundo (¿no tendríamos suficientes cosas de las cuales hablar?) o si, como se lo preguntó en voz alta casi al final de nuestra relación, él no quería desnudar su alma porque no estaba listo para algo serio (¿podría estar listo?).
Si tan solo pudiéramos tomarnos las cosas con calma, ¿aún tendríamos una oportunidad?
Ahora, tomarse las cosas con calma era una orden del gobierno. ¿Quizá el aislamiento, con su soledad y tiempo para reflexionar, nos estaba reuniendo de nuevo? Ahora que había dejado de presionar para ser más íntimos, ¿se abriría y lo haría él mismo?
En realidad no. Y mientras mis esperanzas sobre nosotros se desvanecían, crecía mi miedo de estar sola. No sabía qué hacer. Si dejaba de verlo, no pasaría tiempo con nadie durante quién sabe cuánto tiempo. Tenía miedo de extrañarlo, pues ya extrañaba a todos. Las sirenas comenzaron a sonar con más frecuencia afuera de mi ventana, y yo me animaba a aceptar los extraños términos de nuestra relación para que no tuviera que terminar.
Hasta que una noche, dieciocho días después del inicio de mis síntomas, cuando sugirió que fuera a hornear galletas mexicanas de boda. Me sentí animada por el nombre de la galleta que había elegido (la parte de la “boda”) y llevé conmigo una esperanza renovada junto con una carga de ropa sucia. Esa noche, finalmente hablamos de nuestra zona gris.
“¿Cuáles son las reglas de un rompimiento durante una pandemia?”, comentó. “¡Nadie lo sabe! Tendríamos que regresar a 1918 y preguntar”.
Sí se abrió esa noche, pero solo para reiterar su falta de interés en comprometerse en la charla del corazón que yo anhelaba. Cuando dijo: “No creo que podamos ser felices a largo plazo”, finalmente estuve de acuerdo.
El aislamiento no nos había cambiado; solo había aclarado las cosas que compartíamos y las que nos faltaban. Nuestro cuidado mutuo no cambió el hecho de que, cuando estaba con él, me sentía sola. Sabía que volver a vivir mi decepción en nuestra relación cada vez que lo veía era demasiado difícil, y tenía que enfrentar la soledad. Le dije que debíamos dejar de hablar y me llevé a casa mi maleta llena de ropa limpia, mientras lloraba todo el camino.
Sin embargo, estar sola tiene sus placeres. Escucho los audiolibros de Jane Austen en mis paseos diarios. Absorta en su preciso comentario social, me siento ocupada y libre. Me ha enseñado que no toda la soledad está acompañada de desolación, y me recuerda cómo mi vecino solía leer su libro, contento en la terraza.
Cuando los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos recomendaron usar cubrebocas, ordené uno adicional para dárselo a mi ex cuando finalmente le devolviera su termómetro. Aunque ya no tengo miedo de estar sola, también sé que nadie es autosuficiente, sobre todo ahora, y que él y yo nos apoyaremos durante todo el tiempo que dure esta situación. Cuidarnos ha sido la parte que siempre nos ha funcionado.
c.2020 The New York Times Company