Cuando en medio del caos, surge la voz de mando

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Cuando en medio del caos, surge la voz de mando

“El naufragio de la Golden Mary”, un cuento escrito a cuatro manos por Charles Dickens y Wilkie Collins, fue publicado en un especial navideño en la revista Household Words en 1856. Relata la historia de un capitán de apellido Ravender que es invitado por un comerciante a echarse a la mar, en un barco que fletaría rumbo a California, en Estados Unidos, donde por esos años detonaba el boom del oro.

Acepta con la condición de llevar como su segundo de abordo a un hombre en quien confiaba plenamente para enfrentar los peligros en el mar, y así se decidió. Partirían con ellos 20 pasajeros para los cuales el barco tenía capacidad adicional y 18 tripulantes.

Pronto, los autores del cuento nos presentan a los personajes que muy bien podemos compararlos con cualesquiera de quienes son el fragmento de una sociedad. Había una mujer dulce y tierna, acompañada por su hija de tres años que se dirigía a América para encontrarse con su esposo; una joven cinco años mayor que esta, soltera, que se uniría con su prometido. Un hombre avaro y timorato que en lo único que piensa y de lo único que habla es del oro que se imagina podrá obtener en California, salvo en señaladas ocasiones explicadas más adelante.

Asimismo, aquel segundo de abordo que exigió el capitán, un hombre alegre, confiado, excelente marinero y de nobles sentimientos: John Steadiman. El resto de los viajeros y de los tripulantes adquirirán rostro, un valiente rostro, conforme avance el argumento, a partir de que la embarcación naufrague.

Una madrugada, luego de más de 67 días navegando, y seis de hacerlo entre témpanos de hielo, el capitán, sin haber dormido por ocho días y sus noches, es instado por John para descansar unas horas. Ordena que se le despierte en tres, si no lo ha hecho él por sus propios medios. Es entonces cuando ocurre la catástrofe: en medio de la oscuridad total, la embarcación choca con un iceberg.

Cuando el capitán se da cuenta, en su camarote, sube de inmediato a borda y termina por entender la dimensión de la tragedia. Su gente se ocupaba en arriar velas en medio del caos. “Ahora bien, había establecido previamente con la tripulación (…) que, en caso de cualquier crisis imprevista, debían quedarse quietos y esperar mis órdenes. Cuando se oyó el sonido de mi voz dando órdenes y la de los demás contestando, me di cuenta, en medio de los estrépitos del barco y del mar, y los gritos de los pasajeros abajo, que se cumplirían mis órdenes”.

El capitán vería luego cómo sus “fieles marinos arrojaban los botes por la borda de un modo tan ordenado como jamás había visto en una situación tan amenazante”.

Lo que viene luego en la historia es cómo cada personalidad se fue desarrollando en medio de la crisis en la que estaban: las muy escasas provisiones, la inmensa soledad en medio del mar, la muerte de la pequeña niña y con ello el dolor de la madre, pero también la desolación del avaro quien la percibía como un símbolo de salvación por su inocencia.

Llama la atención la manera en que, en el relato, se enfrentó la más terrible crisis a la que pudieran experimentar los pasajeros y tripulantes de este barco. La indudable fortaleza de quien hasta el último suspiro les transmitió a todos, y la forma en que cada uno de ellos asumió ese liderazgo entendiéndolo como una forma de salvación.

La referencia del relato, en un momento de emergencia como el que vive ahora el País y el mundo, hace reflexionar en cómo los verdaderos liderazgos pueden inspirar, pueden motivar, pueden, como en el caso del capitán Ravender, impulsar a acciones que vayan en beneficio de todos cuantos están en el mismo barco.

Lo que no es liderazgo, es el entretenimiento vacuo de palabrería y aleja en vez de dirigirse a buen puerto.