¿Cuál es la diferencia?

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¿Cuál es la diferencia?

He sostenido largamente, en los espacios de opinión en los cuales participo, una idea fundamental: el principal problema de nuestra clase política es la imposibilidad de distinguir a los verdes de los rojos, de los amarillos, de los naranjas o de los marrones. Y esto ocurre porque el comportamiento de unos y otros es esencialmente el mismo.

Para decirlo sin ambigüedades: pese a la existencia material de una diversidad de partidos –lo cual supondría pluralidad ideológica y de conductas– el discurso, las acciones y, sobre todo, los vicios, distan mucho de la heterogeneidad. A la hora de la verdad, es decir, a la hora de los hechos, todos se comportan básicamente de la misma forma.

La deshonestidad intelectual, el análisis superficial, la ausencia de autocrítica, el maniqueísmo, la vacuidad conceptual y el ejercicio despótico del poder son características transversales a los políticos de todos los colores. Bien puede concluirse, a partir de la realidad verificable, la inexistencia de ideologías –en plural– en nuestro País.

Aquí vale la pena hacer una puntualización relevante: el problema no es sólo de quienes integran la clase política sino de un amplio sector de la sociedad. Porque los defectos de nuestros políticos no son exclusivos de ellos, sino también de sus seguidores y acólitos.

Tal circunstancia implica la existencia de un círculo vicioso “perfecto”: la clase política y sus huestes no sólo se nutren mutuamente; también se refuerzan entre sí construyendo a su alrededor una muralla protectora gracias a la cual los rasgos fundamentales de su “cultura” se preservan en el tiempo.

Reiterar lo anterior es relevante para ir al punto: la solución a los problemas de ineficacia endémica, despotismo rampante y corrupción generalizada, signos distintivos del servicio público en México, no depende de la alternancia de partidos en el poder, sino de la modificación de la cultura social merced a la cual se han normalizado las conductas anteriores.

Por ello justamente resulta ingenuo considerar siquiera la posibilidad de una mágica transformación del País a partir del arribo de Andrés Manuel López Obrador a la Presidencia de la República.

Los actos del Presidente, así como los de sus adláteres, no exhiben diferencias sustanciales respecto de aquellos a quienes desplazaron en el ejercicio del poder. Pero así como los actos de quienes gobiernan desde la “perspectiva ideológica de Morena” no se diferencian esencialmente de los realizados por los políticos de otros partidos, el discurso de sus seguidores constituye igualmente una reproducción milimétrica del de sus “opositores”.

Revise usted cualquier discusión en redes sociales y compare:

Si alguien se atreve a criticar –sobre cualquier tópico– al Presidente, la respuesta inmediata de sus acólitos será cuestionar en dónde estaban esos críticos cuando el presidente X –o el dirigente Y– tomó una decisión similar o pronunció un discurso en los mismos términos.

Si usted señala el uso indiscriminado de la técnica del “mayoriteo” en las cámaras del Congreso de la Unión, el coro estentóreo no se hará esperar: “¡para eso ganamos! ¡Váyanse acostumbrando!”.

Si cualquiera coincide en calificar de obscena e inaceptable vulgaridad el “se las metimos doblada, camarada”, de Paco Ignacio Taibo II, los defensores de oficio le conminarán a no sobredimensionar una expresión “coloquial” y a ponderar en cambio, el amplio y luminoso curriculum del autor.

Si, como es evidente a simple vista, se declara inadecuada la terna remitida al Senado por el titular del Ejecutivo para seleccionar al nuevo integrante de la Suprema Corte, porque no pasa el mínimo examen de independencia –a partir de los parámetros establecidos por los miembros y simpatizantes de Morena cuando eran oposición–, una muchedumbre escupirá: “¿y cómo no dijiste nada cuando designaron a Medina Mora?”.

Si un ciudadano cualquiera demuestra la vacilada de las “consultas populares” organizadas por la cuarta república, votando en múltiples ocasiones y documentando tal situación, el hecho se minimizará e incluso se convertirá en ocasión para acusar de perversidad al espontáneo.

No hace falta explorar mucho en la hemeroteca para comprobar cómo los argumentos repetidos por los acólitos del actual grupo en el poder son exactamente los mismos con los cuales los priistas y los panistas, en su oportunidad, replicaron las críticas enderezadas en contra de los presidentes emanados de sus filas.

No solamente se trata de las mismas palabras. Se trata exactamente de las mismas frases, de las mismas ideas. Es decir, quienes defienden acríticamente al actual gobierno en realidad defienden hoy, con los argumentos de sus pretendidos “rivales ideológicos”, aquello contra lo cual “lucharon” largamente y afirman haber derrotado.

¿Cuál es entonces la diferencia? La respuesta es bastante simple y se irá consolidando conforme pasen los días –ni siquiera los años–: no existe ninguna diferencia…

¡Feliz fin de semana!

@sibaja3

carredondo@vanguardia.com.mx