Crítica en crisis
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Crítica en crisis
Estamos habituados a leer o escuchar en revistas, diarios y muchos sitios de la Internet, es decir, de los mass-media en general, comentarios críticos de toda índole. La política, el espectáculo, el deporte, la cultura y hasta la vida privada de “los artistas” se ha convertido en material de crítica, si así puede decirse, de los comentaristas más variopintos. Pero es válido preguntarse: ¿cuál es el nivel de calidad de esta crítica? Y más aún: ¿cuál es el origen de la crítica?
Todos estamos siempre listos para emitir un juicio sobre nuestros semejantes, juicio que generalmente resulta negativo porque en muchos de nosotros parece dominar la mala leche, la envidia y el odio. Habría que saber por qué.
Éste es un imbécil, aquella está más gorda que una vaca, aquél es un pobre diablo, aquella otra es una zorra, en fin. Ya sabemos cómo nos las gastamos en todas las latitudes del globo, no sólo en México. Pero nadie podría calificar comentarios como éstos de juicios de valor, o lo haría, aunque desde la acera de la parodia o el chiste, pues se supone que el ejercicio de la crítica es de muy otro tenor.
En “Autopsias rápidas” –selección de suspicaces textos breves-, nuestro Jorge Ibargüengoitia habla de la extraña paradoja mexicana frente a la crítica: el autor de “La Ley de Herodes” habla de una “crítica constructiva” en oposición a la llamada “crítica destructiva”, partiendo del supuesto de que la primera “trata bien” aquello que juzga y la segunda no duda en hacerlo pedazos, con sarcasmo y crueldad incluidos.
Ibargüengoitia llega a una conclusión hilarante y digamos lógica: lo que en México entendemos por “crítica destructiva” puede resultar, al fin y al cabo, bastante constructiva; y la “constructiva” llega a convertirse en algo peligrosamente destructivo, pues la lisonja y el elogio desmedidos pueden obedecer a ciertos intereses oscuros o al aún más oscuro propósito de inflar el ego de un autor hasta hacerlo reventar y así borrarlo del mapa cultural del momento.
La palabra “crítica” es pariente de “criterio”, “crítico” y de otra muy interesante: “crisis”, todas de origen griego. Y todas tienen mucho que ver con el acto de discernir, de reflexionar y analizar algo antes de emitir un juicio sobre ello. No es gratuito calificar de interesante el vocablo “crisis”: alude a “algo que se rompe y porque se rompe hay que analizarlo. […] La “crisis” nos obliga a pensar, por tanto produce análisis y reflexión”. (http://etimologias.dechile.net).
Sabemos que nuestra vida y las cosas están es constante ruptura, en perenne “contienda o batalla”, como en su Prólogo escribiera el autor de “La Celestina”, citando nada menos que a “aquel gran sabio Eráclito”. Como todo es transitorio, la historia de la humanidad, la naturaleza y la “realidad” son víctimas del incesante devenir: el propio Cosmos obedece a esta ley inextricable. Todo ha sido entregado al rompimiento; todo está siempre en crisis. El ámbito microscópico y el cosmogónico; el rincón más recóndito de nuestro Yo y el inmenso colectivo que conforman las culturas del orbe se mantienen en todo momento al filo de la navaja y en todo momento suceden catástrofes íntimas o sociales, ante las cuales el universo permanece virtualmente indiferente.
El papel de un crítico no es el de enjuiciar un fenómeno, en el sentido legaloide del verbo, sino el de analizar ese fenómeno, en explorarlo, en pensarlo para luego emitir un comentario reflexivo que nos auxilie en la comprensión del mismo. Se trata, un poco, de adoptar una actitud fenomenológica en el sentido que Husserl da a esta capacidad.
Es frecuente leer o escuchar opiniones en torno de esto o aquello. Y resulta perfectamente válido emitir opiniones, claro, pero cuando de ciertos asuntos se trata no cualquiera está capacitado para ofrecer una validez de opinión. ¿Qué autoridad puede tener la mía, por ejemplo, cuando se habla de termodinámica, de astronomía o de mecánica quántica?
En su ensayo “Crítica de la crítica” (1996) el teórico británico de literatura Terry Eagleton afirma que “la crítica europea moderna nació de la lucha contra el Estado absolutista”, esto es, durante los siglos XVII y XVIII, idea, que, por cierto, parece similar a la que Octavio Paz había ya emitido en la década de los años 70 del siglo XX. No queda muy claro, sin embargo, si Eagleton se refiere a la crítica en un sentido general o a la crítica literaria en particular.
Sea como fuere, importa subrayar la necesidad de una actitud crítica que podamos adoptar ante las artes, las ciencias, el deporte, la educación, la cultura o la vida privada o pública de los actores sociales. Pero ¿por qué y para qué es necesaria esa actitud –y aptitud- crítica en una época como ésta, ya de sobra angustiosa y flechada de incertidumbre? ¿No es suficiente con sufrir la ansiedad que produce en nosotros?
Cuando surgen estas preguntas, siempre es saludable echar un vistazo a las culturas orientales. En las grandes tradiciones espirituales o literarias de Oriente y Medio Oriente es posible encontrar también, sin el prurito de la moda o el fanatismo -que todo lo distorsiona y aterroriza- perspectivas siempre reveladoras. El Buddah histórico, por ejemplo, habla de un “camino medio” y de la anulación del Yo, escabrosas nociones para cualquier occidental, indudablemente, sobre todo la segunda. El “camino medio” previene del riesgo de entregarse a los extremos: “Ni tanto que queme al santo, ni tanto que no lo alumbre”, diríamos en México. El Yo es, por su parte, una mera ilusión: conduce a la soberbia y resulta más bien un estorbo en nuestra existencia.
Brillantes filósofos y poetas han sido influidos por distintas corrientes del pensamiento oriental. Schopenhauer es uno de ellos. También Pound. La razón occidental no tendría por qué permanecer en constante pugna con la intuición oriental: en los presocráticos y en el propio Platón hay vestigios del antiguo pensamiento oriental. ¿No templaría este conocimiento nuestra furia por ser diametralmente “objetivos”? ¿Lugares comunes y clichés?
Después de todo, muchos antropólogos y hombres y mujeres de ciencia han aprendido a ser serenamente críticos ante abstrusos los problemas sociales, políticos, culturales y psicológicos que enfrentamos. No es necesario abrazar la acerada frialdad de un pedante positivismo o el dogma incuestionable de un “materialismo histórico dialéctico”: la naturaleza y lo que llamamos “la realidad” son infinitamente más complejas que esos sistemas teóricos.
La absoluta objetividad es otra utopía. Baudelaire escribió abiertamente que como crítico no podía ser sino “parcial”. ¿Y cómo dejar de serlo cuando se habla de poesía, música o artes visuales? ¿Cómo pretender ser radicalmente objetivo cuando se hace un estudio crítico de esta o aquella sociedad, incluso desde una visión científica? Porque la estadística es un instrumento, no un fin. Es importante recordar esto.
El verdadero sentido crítico se ejercita en uno mismo, en el entorno, en la sociedad, en las circunstancias políticas que nos envuelven y de las que somos autores y destinatarios, en el conocimiento y hasta en los usos y costumbres, para no hablar de las artes y de una vertiginosa tecnociencia. La mitad de nosotros piensa y razona; la otra mitad, percibe y siente: todas estas habilidades son útiles para el campesino, el obrero, el ama de casa, el ingeniero en genética o el matemático. También para el artista, el antropólogo y el sociólogo.
No todos podemos alcanzar las alturas de un brillante ensayista, como el franco-anglo-estadounidense George Steiner –fallecido apenas en pasado 3 de febrero-, y mucho menos la cima de un poeta como Quevedo, que supo navegar en las profundidades del espíritu y en la superficie del sarcasmo social y cotidiano con un ojo crítico infalible. Pero todos tenemos la capacidad de observar, reflexionar y analizar el comportamiento de la vida y discernir en torno de todo lo que ella engendra y aquello en lo que nosotros hacemos de ella, de sus criaturas y de las creaciones de sus criaturas.