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Crisis

¿Los periodos de crisis en la vida colectiva son un aliciente para pensar y sobrevivir? O quizá no y su reconocimiento tiene que ver solamente con un inmemorial ritual humano. Sin la presencia o amenaza de una crisis global, el sentido de la fiesta perdería oportunidad y seriedad también. Acaso es necesario vivir en medio de una desgracia colectiva para aprehender lo humano y lo racional como formas de supervivencia. Hasta entonces uno se da cuenta por qué razón un dolor personal, la ruptura espiritual en el individuo no pueden ser transmitidos más que como mito o literatura. 

Fuera de la literatura o de la mentira que se hace colectiva a través del lenguaje, el dolor no es nada más que nuestro (quizá lo único que verdaderamente nos pertenece). El dolor o la desgracia colectiva anula a los individuos. Los funerales son la prueba de que el sufrimiento íntimo no puede ser compartido. Las lágrimas, los cantos fúnebres e incluso los silencios respetuosos o los escándalos familiares y maritales poseen un lugar en la escena dramática. De manera semejante las sociedades entran en crisis y levantan sin pestañear su teatro decadente; las guerras laten en cualquier época y los déspotas miserables y los oportunistas toman las riendas de la misa colectiva.

Después de las primeras guerras mundiales, de los genocidios fascistas, del purgatorio bolchevique y de las guerras étnicas, el Siglo 20 continuó su paso enérgico al convertir el dolor y la zozobra en una crisis constante, brutal y financiera, petrolera y tecnológica, primitiva y virtual: la tristeza se globalizó en forma de entusiasmo inocuo y como mercadotecnia de la “felicidad.” 

A finales del Siglo 20 –y en la década que le siguió– cualquier indicio de “verdad política” en el mundo “globalizado” se hacía pedazos apenas aparecía en el horizonte, las democracias dejaban de desarrollarse, detenían su marcha y se convertían en pantomima gestual: dejaban de ser teoría que se convertía en acción y fundamento a favor de la justicia y el desarrollo humanos para trocarse en mercadotecnia y teatro del instante. ¿Y no es esta manera de describir los sucesos históricos también un instrumento de la crisis para mantenerse vigente? Por supuesto que lo es: gritar y oponerse al estado de la sociedad, del mundo o de la historia presente sólo puede significar algo: la conciencia de la derrota debe mantenerse viva para que la crisis tenga lugar y estremezca nuestra cómoda idea del mundo, del paraíso y del buen vivir. ¿De qué forma escapa uno a esta trampa contemporánea? No lo sé, y si lo supiera estaría inventando otra mentira.

Yo he intentado acercarme a la literatura como si ésta fuera un refugio individual que si bien no me hace feliz al menos me permite alejarme, por momentos, del gran teatro de las crisis perpetuas. Con frecuencia me he quejado de que el individuo haya renunciado a pensar y a poner en entredicho sus propios juicios sobre las cosas (descreer de su apofántica). He mostrado mi desánimo al encontrar que no es la curiosidad, el simple deseo de conocimiento, la persecución del buen vivir en común o la tolerancia, lo que mueve o motiva a los hombres cuando piensan, sino la necesidad de dominio y de interés ordinario y egoísta. ¿Y qué esperaba? ¿En qué clase de personas depositaba yo mis esperanzas? En una mera invención personal y abstracta que por tanto y afortunadamente me libraba de proponer un paredón de culpables. “¿Quién nos libera de nuestros libertadores?”, es ésta una pregunta todavía vigente y desoladora. 

Fuera de estas consideraciones algo borrosas estoy seguro de que la novela o los relatos de ficción tienen como propósito hacer que la vida sea más comprensible o aceptable en su misterio. Si el dolor personal o íntimo no puede ser transmitido en toda su intensidad y verdad, por lo menos la novela lo expresa, lo muestra como mentira que nos pertenece. ¿Qué es más nuestro que las mentiras que tenemos que inventar para sobrevivir y no abandonar el camino? Las crisis colectivas acosan a todos los hombres, pero no a los solitarios o a los locos. De allí la frase de Tailhard de Chardin: “El hombre tiene al hombre por compañero. La humanidad está sola.” 

Es bueno tener amigos –aunque sean efímeros– y los hombres de ánimo solitario pueden gozarlos y celebrarlos con mucho gusto. Es bueno desear pocas cosas, alejarse del ritmo de la época y de los yugos a los que nos somete pertenecer a una generación. Es bueno llorar sin escándalo. Las crisis globales están allí para que la escoria continúe ejerciendo un papel en el teatro de la maldad y de la justicia, y para que asumamos la desgracia como colectiva. Incluso hoy cuando tanto escritor se hace lugar a codazos en el teatro recién descrito, la literatura continúa siendo para mí un refugio y otra forma de vida, una crisis íntima y nada aburrida. Tómenle la palabra.