Cowboy
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Babalucas fue a una casa de mala nota y preguntó por la tarifa, tasa, coste, honorarios o arancel de las muchachas que ahí prestaban sus servicios. “Mil pesos” –le informó con laconismo la madama. “Sólo traigo 200” –manifestó apenado el badulaque. “Con ese dinero –replicó desdeñosa la mujer– apenas te alcanza para un trabajo manual”. Babalucas salió de la mancebía sin decir palabra. Poco después llegó de nuevo y llamó a la puerta del establecimiento. Apareció la mamasanta: “¿Qué quieres ahora?” –preguntó impaciente. Babalucas le entregó dos billetes de 100 pesos y le dijo: “Vengo a pagar”. (No le entendí)... El borrachín del pueblo agonizaba en el hospital de pobres, víctima de sus excesos. Un sacerdote acudió a impartirle los últimos auxilios de la religión. “Dime, Beodio –le preguntó–. ¿Renuncias a Satanás?”. Contestó el borrachín: “Perdóneme, padrecito, pero no. En la situación en que me encuentro no creo conveniente indisponerme con nadie”… Tres amigos expertos en amoríos hablaban de un tema interesante: la ropa íntima femenina. Dijo uno: “A mí esa ropa me gusta sencilla y sin adornos”. Opinó otro: “A mí me agrada que tenga encajes y otros detalles atrevidos”. Manifestó el tercero: “Yo prefiero que la ropa íntima femenina sea como las series que veo. Le preguntaron, desconcertados: “¿Cómo?”. Respondió: “Con un gran contenido humano”… Lord Grandrump les dijo a sus amigos en el club: “A mi hijo le ha dado por tener amoríos con la servidumbre”. “Vamos, old chap –acotó uno de los amigos–. Todos tuvimos alguna vez amores con las mucamas”. Replicó lord Grandrump: “Mi hijo los tiene con el chofer, con el jardinero, con el mayordomo…”… El atractivo pero tímido muchacho le dijo en su automóvil a la avispada chica: “Pirulina: tú sabes que soy muy corto”. La muchacha lo interrumpió. “No te preocupes, Simpliciano –le dijo para tranquilizarlo–. Realmente el tamaño no importa tanto”… Empédocles Etílez y Astatrasio Garrajara, ebrios consuetudinarios, se estaban corriendo una de sus parrandas habituales. Salieron de la enésima cantina, y en la calle propuso Garrajarra: “Vayamos a un congal”. Empédocles, menos borracho que su amigo, simuló aceptar, pero como vio que Astatrasio ya ni siquiera se podía sostener en pie no se dirigió a aquel lugar pecaminoso sino a la casa de Astatrasio. Llegó, lo recargó en la puerta, tocó el timbre y se alejó apresuradamente para no exponerse a las iras de la señora de la casa. Abrió la puerta la mujer. Con ojos vidriosos la miró Astatrasio y luego prorrumpe lleno de furia: “¡Ah, vulpeja inverencunda, infame meretriz! ¿Conque aquí trabajas?”… La esposa del sheriff se estaba refocilando en el lecho conyugal con un cowboy. Le dijo de pronto al ardiente galán: “Siempre me has dicho que te gustaría morir con las botas puestas”. “Así es” –contestó el rudo vaquero. “Pues póntelas aprisa –le sugirió la mujer–. Ahí viene mi marido”... Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, pasó a mejor vida. (Hasta los hombres que son como él pasan a mejor vida). Tiempo después uno de sus hijitos le preguntó a su madre: “Mami: ¿mi papi está en la gloria?”. “Está en el cielo, hijito –respondió la viuda–. La que está en la gloria soy yo”... Don Languidio subió con su esposa a la Pirámide del Sol. Cuando estuvo arriba se quitó el sombrero. “¿Por qué te lo quitas?” –se extrañó su esposa. Explicó don Languidio: “Me descubro para servir de antena y recibir en la cabeza la energía solar”. Le pidió secamente la señora: “Entonces descúbrete la antenilla. Ahí es donde necesitas la energía”… FIN.