Cosas de Santiago (II)
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Cosas de Santiago (II)
-La gata es de quien la trata. Y también el gato.
Así dijo, sibilino, José María Aréchiga, llamado “El Mudo” porque era muy hablador.
-¿Qué quieres decir con eso? -le preguntó uno de los presentes en la reunión de amigos.
-Quiero decir -declaró el Mudo- que si un hombre corteja con suficiente asiduidad y suficiente tino a una mujer, al final siempre conseguirá que ésta le dé lo que él le pida.
-Eso explica lo de la gata -dijo el otro-. Pero ¿y lo del gato?
-Es lo mismo -replicó el Mudo-. Si igual empeño pone ese hombre en conseguir que otro hombre se le rinda, también lo conseguirá.
-¡Estás loco! -protestó el que había hecho la pregunta-. Si estás hablando de un maricón no dudo eso, pero un hombre, un verdadero macho, jamás haría tal cosa. Nunca.
Sin perder el aplomo le preguntó el Mudo.
-Tú ¿eres muy hombre?
-Sí lo soy -respondió con firmeza el aludido-. Y a las pruebas me remito.
-Muy bien -aceptó el Mudo-. Entonces hagamos una apuesta. Te voy a cortejar. Trataré de convencerte, igual que un hombre convence a una mujer, de que me des la prenda de tu honor. Van 10 mil pesos. Me bastarán 60 días para hacerte caer.
El otro, amoscado, aceptó el reto, porque debía mostrar ante los otros su seguridad en la firmeza de su varonía.
Al día siguiente comenzó el asedio. Cuando el cortejado salía de su casa ya lo esperaba el otro, que caminaba a su lado diciéndole piropos y pidiéndole citas. A la salida del trabajo lo aguardaba también, para lo mismo. En las reuniones donde coincidían le guiñaba el ojo, y le hacía con la mano derecha -la palma al frente, los dedos flexionados, el meñique ligeramente separado de los otros- la grosera seña que se hace en el bajo mundo para significar una propuesta indecorosa.
Aquello ponía nervioso al objeto de tan soeces atenciones, pero nada decía, pues estaba corriendo el tiempo de la apuesta. Aquellos 10 mil pesillos le iban a caer muy bien. Pero el otro hacía su asedio más intenso. Le mandaba regalos, ramos de flores, cajas de chocolates; le hablaba por teléfono en la noche para describirle los inéditos placeres que le ofrecía, y las ignotas sensaciones que iba a conocer si se entregaba a aquella pasión prohibida.
Cada día que pasaba se iba poniendo más y más nervioso el asediado. Una noche se sorprendió pensando pensamientos que nunca jamás había pensado. No pudo conciliar el sueño, y amaneció ojeroso y derrengado. La noche siguiente -como si hubiera adivinado- el galán le llevó serenata. Las canciones principales fueron: “Tú me acostumbraste” (ésa que dice: “... yo no concebía / cómo se quería / en tu mundo raro, / y por ti aprendí...”), y “Sentencia” (“... Te acordarás de mí porque en la vida / la sentencia de amor nunca se olvida...”).
Cierto día coincidieron los dos en un restaurante. El sitiador se puso frente al sitiado, en una mesa cercana, y empezó con los guiños y las señas. Le mandó un recadito con un mesero; le pidió al pianista que interpretara aquellas dos canciones. No pudo más el acosado: saltó sobre su perseguidor.
-¡Ya déjame en paz, hijo de la chingada!
Tuvieron que separarlos, y hubo intervención de la policía. Ahí acabó la apuesta. Diez años han pasado, pero en Santiago todavía se discute quién llevaba más posibilidades de ganarla. Casi todos se inclinan por el Mudo.