¿Convencer?

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¿Convencer?

Hay que comprender a quien no piensa como uno –hasta donde sea posible– sin dejar de buscar a los que me simpatizan

Si te enfrentas con alguien que piensa de una forma radicalmente distinta a la tuya, entonces habrás encontrado a un amigo. 

¿Quién mejor que ese amigo para mostrarte que el mundo en el que vives no te pertenece, sino que debes compartirlo incluso con seres infames que preferirías murieran o simplemente no existieran? Enclaustrados de pronto dentro de una jaula civil al lado de un depredador, de un animal que afila sus colmillos y espera tu descuido o distracción para hacerte desaparecer. Ese amigo te llevará a sopesar a fondo la calidad de tus opiniones, principios morales o valores, y a aquilatar hasta qué punto eres capaz de comprender, aceptar o rechazar lo que más detestas o lo que se opone a lo esencial de tu pensamiento, temperamento o simple deseo. 

Una vez que te has dado cuenta de que lo verdaderamente otro existe entonces intentarás, hasta donde sea posible, que ese amigo desaparezca o comenzarás a tenderle trampas para que cambie sus repugnantes o maltrechas opiniones y acciones. Y, sin embargo, lo común en nosotros –al menos los mexicanos– es exhibir una absoluta incapacidad para comprender a quien no piensa como uno. Amamos la picota, el desprecio y el juicio condenatorio.

¿Ustedes creen que yo tengo ánimos de convencer o hacerle ver a alguien que sus acciones producen mal? De ningún modo, y confieso que preferiría que este ser malvado muriera, aunque yo no levantaría la mano contra él, ni contribuiría a que un hecho tan afortunado como su muerte sucediera. He sido peleonero, por desgracia, mas no he pasado de los puños y nunca he pateado o golpeado a alguien que está en el suelo. ¿Eso habla bien de mí? 

No lo sé, pero de que en nada me parezco a Gandhi es verdad; mi prudencia no ha alcanzado todavía el grado de una sabiduría o de un valor considerable. He insultado a montones y por desgracia no solamente a quienes se lo merecían. De lo que cada vez tengo menos ánimos es de convencer a nadie de que piense como yo al respecto de ciertos asuntos, porque no encuentro un asidero o un fundamento que sea tan sólido como para que no sea refutable (yo casi nunca tengo razón). Por ello creo, como Williams James, en La voluntad de creer, que “cada uno ha de obrar como mejor crea, y si está equivocado peor para él”. Yo me decanto por afirmar mis débiles creencias, actuar, mostrar o rechazar posturas; y cuando lo hago espero sólo correr con suerte y que el otro simpatice conmigo. Si ese otro logra simpatizar con mis pretensiones entonces me comprenderá y hará lo posible por no molestarme. Bendito sea. (Se sabe que cuando el científico Max Planck se inclinó por la teoría de la relatividad de Einstein por sobre la teoría de Poincaré, no lograba explicar a sus cuestionadores las razones de tal elección hasta que finalmente dijo: “Me resulta simplemente más simpática”.).

El párrafo siguiente ha llamado mi atención y pertenece a John Dewey: “Hay una tragedia moral inherente a los esfuerzos por aumentar el bien común que hace que el resultado no sea ni de bien ni común. La noción tradicional del gran hombre. Del héroe, es perjudicial. Fomenta la idea de que algún líder va a mostrar el camino y de que los demás van a seguirle. Hace falta tiempo para sacar a las mentes de la apatía y el letargo, para hacerlas pensar por sí mismas, participar en la elaboración de planes y tomar parte en su ejecución. Pero sin cooperación activa en el establecimiento de metas y en su realización no hay ninguna posibilidad de bien común”.

John Dewey leyó a Nietzsche y lo hizo su amigo. El filósofo pragmático social más influyente del Siglo 20 leyó al nihilista y filósofo de la individualidad y reacomodó sus ideas. Si alguien como Nietzsche existe tendemos que aprender de él y hacerlo nuestro amigo. El maestro de la disgregación del mito común le mostró a Dewey la prudencia, el desencanto y la forma en que tal desencanto podría servir a la comunidad. Hoy que la democracia ha terminado su largo bregar en la historia y llega a su fin, me gustaría citar a otro filósofo norteamericano, Hilary Putnam cuando escribe: “La democracia no es sólo una forma de vida social entre otras formas posibles de esa vida social: es la condición previa para la aplicación plena de la inteligencia a la solución de los problemas sociales”. Y Bernard Williams afirma que aunque una persona –debido a su mala educación– no logre dar un diagnóstico sobre la enfermedad que le impide alcanzar un mayor bienestar individual y social, ello no significa que no está enfermo. Alguien tiene que ayudarlo a reconocer su miserable salud y buscar ambos el remedio.

He citado a cuatro pensadores norteamericanos, porque el sólo hecho de que un atorrante, un ser detestable y dañino como Trump sea presidente del país más poderoso del mundo me enreda las tripas. Sin embargo, hay que comprender a quien no piensa como uno –hasta donde sea posible– sin dejar de buscar y dialogar con los que me simpatizan para formar con ellos una comunidad de solitarios, de satélites vagabundos, de víctimas de la democracia fallida y deteriorada en sus fundamentos originales.