Constitución centenaria, ¿democracia consolidada?

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Constitución centenaria, ¿democracia consolidada?

Si utilizáramos la Constitución como faro, todos estaríamos permanentemente concentrados en conquistar los ideales que dicho texto establece como metas para la sociedad

Con un gran cúmulo de modificaciones a cuestas, nuestra Constitución Política cumplió ayer 100 años. Un siglo completo de vida durante el cual sus promesas tendrían que haberse cumplido con creces, sobre todo para quienes fueron sus destinatarios iniciales, al menos en teoría: los campesinos, los obreros y, en general, los desposeídos.

El texto promulgado en 1917, en el Zócalo de la Ciudad de México, tiene el raro honor de ser la primera Constitución de “corte social” en el mundo, es decir, un ejemplo de ideario mediante el cual reconocer los derechos y aspiraciones de las clases históricamente desfavorecidas.

Tal hecho suele justificarse mediante el señalamiento de una circunstancia histórica: la Constitución del 17 fue el producto último de un movimiento revolucionario prohijado por la desigualdad entre ciudadanos de una nación que había vivido ya un siglo de libertad, pero que tal hecho no se había traducido en mejores condiciones de vida para la mayoría.

En efecto: nuestra actual Constitución fue, en su momento, un texto de avanzada por establecer en su núcleo una serie de reivindicaciones sociales que no aparecían aún en otras constituciones de un mundo en el cual, hace un siglo, la idea de Constitución era todavía un poco exótica, a pesar de que el primer texto constitucional como tal, había aparecido más de un siglo atrás y nosotros mismos teníamos más de 80 años de “tradición constitucional”.

A un siglo de distancia, ¿qué debería significar para los mexicanos del siglo XXI el aniversario número 100 de su Constitución?

Al menos en teoría, debería implicar un motivo de orgullo, sin duda. Pero para que ello ocurriera tendrían que cumplirse algunos presupuestos básicos sobre los cuales no hace falta argumentar demasiado.

El primero de ellos es que la población mexicana conociera el texto de la Constitución, al menos de forma somera, es decir, que supiera cuáles son los derechos que dicho texto le reconoce y cuáles son los presupuestos fundamentales sobre los cuales se pretende construir la vida colectiva.

El segundo es que fuera cotidianamente utilizada como instrumento para orientar el quehacer de todos: desde el sector público, hasta la convivencia entre vecinos. Pero para que esto último ocurriera sería indispensable que ocurriera lo primero, es decir, que el texto de nuestra Carta Magna fuera conocido por todos.

Si estas dos simples cosas se surtieran, seguramente en México habría hoy una democracia consolidada, pues al utilizar la Constitución como faro, todos estaríamos permanentemente concentrados en conquistar los ideales que dicho texto establece como metas para la sociedad mexicana.

Lejos de tal posibilidad, a un siglo de su promulgación, la Constitución de 1917 no ha logrado entregarnos sus frutos más preciados y seguimos siendo, en gran medida, la sociedad brutalmente desigual que condujo a la Revolución de 1910 y, como colofón de tal lucha, a la creación del texto fundacional que hoy rige nuestras vidas. Valdría la pena que nos preguntáramos cómo vamos a escapar de ese cículo vicioso.

Con un gran cúmulo de modificaciones a cuestas, nuestra Constitución Política cumplió ayer 100 años. Un siglo completo de vida durante el cual sus promesas tendrían que haberse cumplido con creces, sobre todo para quienes fueron sus destinatarios iniciales, al menos en teoría: los campesinos, los obreros y, en general, los desposeídos.

El texto promulgado en 1917, en el Zócalo de la Ciudad de México, tiene el raro honor de ser la primera Constitución de “corte social” en el mundo, es decir, un ejemplo de ideario mediante el cual se reconocen los derechos y aspiraciones de las clases históricamente desfavorecidas.

Tal hecho suele justificarse mediante el señalamiento de una circunstancia histórica: la Constitución del 17 fue el producto último de un movimiento revolucionario prohijado por la desigualdad entre ciudadanos de una nación que había vivido ya un siglo de libertad, pero que tal hecho no se había traducido en mejores condiciones de vida para la mayoría.

En efecto: nuestra actual Constitución fue, en su momento, un texto de avanzada por establecer en su núcleo una serie de reivindicaciones sociales que no aparecían aún en otras constituciones de un mundo en el cual, hace un siglo, la idea de Constitución era todavía un poco exótica, a pesar de que el primer texto constitucional como tal había aparecido más de un siglo atrás y nosotros mismos teníamos más de 80 años de “tradición constitucional”.

A un siglo de distancia, ¿qué debería significar para los mexicanos del Siglo 21 el aniversario número 100 de su Constitución?

Al menos en teoría, debería implicar un motivo de orgullo, sin duda. Pero para que ello ocurriera tendrían que cumplirse algunos presupuestos básicos sobre los cuales no hace falta argumentar demasiado.

El primero de ellos es que la población mexicana conociera el texto de la Constitución, al menos de forma somera; es decir, que supiera cuáles son los derechos que dicho texto le reconoce y cuáles son los presupuestos fundamentales sobre los cuales se pretende construir la vida colectiva.

El segundo es que fuera cotidianamente utilizada como instrumento para orientar el quehacer de todos: desde el sector público, hasta la convivencia entre vecinos. Pero para que esto último ocurriera sería indispensable que ocurriera lo primero, es decir, que el texto de nuestra Carta Magna fuera conocido por todos.

Si estas dos simples cosas se surtieran, seguramente en México habría hoy una democracia consolidada, pues al utilizar la Constitución como faro, todos estaríamos permanentemente concentrados en conquistar los ideales que dicho texto establece como metas para la sociedad mexicana.

Lejos de tal posibilidad, a un siglo de su promulgación, la Constitución de 1917 no ha logrado entregarnos sus frutos más preciados y seguimos siendo, en gran medida, la sociedad brutalmente desigual que condujo a la Revolución de 1910 y, como colofón de tal lucha, a la creación del texto fundacional que hoy rige nuestras vidas. Valdría la pena que nos preguntáramos cómo vamos a escapar de ese círculo vicioso.