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Confieso que he vivido, de una forma o de otra, en un entorno surrealista
Todos, de una forma o de otra, hemos vivido experiencias surrealistas aunque no siempre nos damos cuenta y tiempo después, ya de adultos, al adentrarnos en la profundidad de nuestros pensamientos y recuerdos, vemos que ahí están.
De los 7 a los 15 años cursé la primaria y secundaria en el Colegio Ignacio Zaragoza, bajo la tutela de los hermanos lasallistas. Nuestra vida entonces era aprender las materias, jugar, recibir instrucción religiosa y pagar con castigos lo que correspondía a un mal comportamiento o desobediencias por diferentes razones, ya fuera en el salón de clase o en el patio. ¡Nos estaban educando!
Una de las primeras experiencias surrealistas era solicitar que la maestra Petrita, de primero de primaria, nos diera senda cachetada a solicitud del maestro titular. Y nosotros, educados en la obediencia a los maestros y mayores, acudíamos a buscar a la maestra de las cachetadas, con la petición: “Dice la maestra XX que me dé una cachetada”. Petrita no preguntaba el porqué, solamente se arremangaba la manga del uniforme y ¡ZAZ! dejaba caer la mano en nuestra mejilla, y con una displicente sonrisa nos decía: “¡No quiero volver a verte por aquí!”. De regreso al salón, con la mano en el cachete colorado, nos parábamos en la puerta y le decíamos a la maestra de clase. “Ya llegué”. ¡A tu lugar, y eso es para que escarmientes!
Otra escena surrealista fue aquella cuando el conserje llegaba corriendo a la puerta del salón y gritaba “¡Viene el inspector, ya viene!”. Y, rápidos como gacelas, tomábamos nuestro catecismo y lo poníamos con la portada principal hacia abajo, en el último lugar de todos los libros. Al mismo tiempo, alumnos ya designados cambiaban los cuadros del Sagrado Corazón, la Virgen María, san Juan Bosco y otros, contra la pared, dejando al frente a Juárez, Madero, Zaragoza y otros héroes de nuestra historia nacional.
Pero lo que me parecía aterrador era convertirnos en caníbales para salvar nuestra alma. Con apenas 7 u 8 años nos enseñaban el catecismo y todo el ritual de la comunión. Teníamos que entender que nos comeríamos el cuerpo y la sangre de un señor que había sido brutalmente azotado y maltratado, con una corona de espinas en la cabeza, de manera que saltaban chorros de sangre que le escurría por el rostro y que además carga una pesadísima cruz, en la que lo crucificarían sin misericordia. Yo quería ser bueno, como todos los niños, pero aquellas escenas me aterrorizaban y creaban en mi mente una gran confusión. Además estaba prohibido tocar nuestras partes íntimas (para poder ser puros y recibir a Dios). “Allá abajo, tu sabes”, me decía el cura que nos confesaba y estando bastante sordo todos evitábamos quedar en la fila de su confesionario porque nos gritaba: “¿Qué cuantas veeeceeessss te tocaste ahí? ¿Por qué ofendes a Dios? Para que puedas beber su sangre y comerte su carne tienes que ser puro”. Seré un caníbal, pensaba para mi interior ¿Qué podía imaginarse un niño de siete años?
Pasaron los años, terminé la licenciatura en el ITESM, luego la maestría en la Universidad de Cornell, en New York, y seguí con el doctorado en Israel en la Universidad Hebrea, con Gloria, mi esposa y compañera, en el Instituto Weizmann. Me especialicé en manejo y producción de manzanos. Durante once años estudié, investigué, publiqué y di muchas conferencias relacionadas con el tema –en un año di más de 50–. Llegué a ser profesor investigador en el Colegio de Postgraduados de Chapingo, a los 26 años. Mi inclinación se debió a que mi papa tenía una de las huertas de manzanos más grandes de todo el País. Después de Israel y con el título de doctorado (Ph.D) regresé a Saltillo invitado para colaborar en el Centro de Investigaciones en Química Aplicada (CIQA), en donde trabajé durante cuatro años. Ahí formé el laboratorio de Biología Vegetal y trabajé en investigación relacionada con el guayule, el arbusto del desierto que produce hule. Fuera de una tesis que asesoré de la Universidad Autónoma de Nuevo León, no incursioné en nada sobre fruticultura.
Después fui invitado a trabajar en la Universidad Autónoma Agraria Antonio Narro como profesor investigador en Horticultura, dando clases de floricultura, temas que no tenían nada que ver con frutales. Durante este periodo intenté en varias ocasiones ayudar a mi papá en su huerta de manzanas, pero mis intentos fueron infructuosos. “¡Ni un árbol quiero que me toque¡ ¡Ni una rama!”, recalcó cuando mi madre le pidió que me diera una oportunidad. Días antes di una conferencia a la Asociación de Fruticultures de la Sierra de Arteaga, la cual era presidida por mi papá. El titulo era “Producción y manejo de árboles de manzanos en Nueva Zelandia e Israel”. Los datos que más impactaron a los asistentes fue que la producción de manzanos en Nueva Zelandia era de 350 toneladas por hectárea, y la de Israel de 150 ton/ha, pero en México en esa fecha (1980) se producían solo12 ton/ha, y en la sierra de Arteaga 7 ton/ha. Estas cifras no han cambiado mucho.
Al retirarme del CIQA, por diferencias con el director, decidí vender plantas de flores en el mercado sobre ruedas, todos los fines de semana, para lo cual tengo mi credencial correspondiente para la Plaza de la Madre. Ahí empezó mi carrera en diferentes tipos de negocios y en la política, con los cuales he llegado hasta el día de hoy, dejando muy atrás todo mi expertise en fruticultura.
Como han podido apreciar, el surrealismo ha sido fecundo en el transcurso de mi vida, pero aplicado a la política se tradujo siempre con responsabilidad y aventurerismo, incluso algunas veces trágico. La historia de México está llena, durante el siglo 20 y lo que va del 21, de gestos surrealistas que han acarreado consecuencias desoladoras. (En mi siguiente colaboración hablaré del surrealismo mexicano).