Con una copa de vino

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Con una copa de vino

En Parras muchos recuerdan con afecto al Tuti Vidaña, tenor de aquellos que cantaban enlazando los dedos de las manos para hacer fuerza y conseguir así un do de pecho. Gustaba el Tuti de hacer ostentación de su arte. Parras, por desgracia, tendía a un arte más popular, y así las arias del Caruso local no eran muy solicitadas. En las tertulias familiares se entonaban los boleros de Lara, las canciones de Curiel o Arcaraz; pero la clientela de Verdi y de Puccini tendía a ser escasa.

Así, el Tuti debía recurrir -todo sea por el bel canto- a una medida desesperada. Se acercaba a un amigo de confianza y le pedía al oído, siempre con las mismas palabras:

-Provoca que cante.

El amigo entonces debía representar la pequeña comedia que esperaba el Tuti:

-Señoras y señores, amigas y amigos todos: creo que ha llegado el momento de abrirle un espacio a la música. Quisiera rogarle a nuestro querido compañero y excelente cantante, ese gran valor de Parras, el Tuti Vidaña, que nos deleite con una de esas arias que canta como sólo él sabe hacerlo.

El Tuti fingía sorpresa al verse solicitado así, tan de repente. Se hacía un poquito del rogar -un poquitito nada más, no fuera que la gente regresara al repertorio popular-, y luego interpretaba no una ni dos, sino seis o siete de esas arias que cantaba como él sólo sabía hacerlo.

En cierto centro social de Parras había un mesero al que le daba por bailar flamenco. No quiero decir que todos los bailaores de flamenco sean iguales, pero recuerdo que hubo un tiempo en que a los ahora llamados gays se les designaba -entre una nomenclatura variadísima- con el calificativo de “flamencos”. Esa palabra tenía otra connotación bien distinta: servía también para calificar a quien se enojaba.

-No sé por qué se puso flamenco. Lo único que hice fue pedirle que me prestara a su hermana.

Recuerdo en este momento, no sé por qué, a dos laguneros de Torreón que estaban de visita en la Ciudad de México. Quisieron conocer el Prendes, famoso restaurante. El mesero, hombre ventripotente y arrogante, les tomó la orden con aire desdeñoso -no eran de los habitués-, los ojos semicerrados y la nariz apuntando al techo. Preguntó uno de los visitantes:

-¿Están frescos los camarones, pelao?

El camarero se atufó. Altanero, respondió con ofendida dignidad:

-Señor: está usted en el Prendes.

Y el lagunero, picándole la panza con el índice:

-No te pongas flamenco, pinche panzón.

Pero vuelvo al otro mesero. Le daba por bailar flamenco, ya lo dije. También estaba solo en su afición, pues no había en toda la comarca un tablao donde pudiera dar libre curso a su afición gitana. De vez en cuando, sin embargo -un poco quizá por divertirse-, los clientes del bar le pedían que les bailara algo. Entonces el mesero subía a una mesa, que era para él como subir al cielo, y daba libre curso a su arte coreográfico.

Cierta noche un grupo de bebedores pidió que viniera el bailaor. Acudió el aludido, modoso y recatado, las manos metidas en los bolsillos del pantalón, a preguntar con voz humilde en qué podía servir a los señores.

-Queremos que nos bailes algo -pidió uno de los circunstantes.

Respondió él:

-Perdonarán los caballeros, pero no vengo preparado.

Y así diciendo inclinaba la cabeza, sin sacarse las manos de las bolsas, como apenado por su falta de preparación.

-Anda, anda; no te pongas flamenco -insistió otro-. Báilanos aunque sea.

-Es que no me preparé -repitió el mesero. Y seguía con las manos metidas en los bolsillos, como para subrayar su decisión de no bailar.

Uno de los clientes, buen psicólogo, le dijo entonces:

-No podemos irnos de Parras sin admirar tu arte. Nos dicen que bailas mejor que Sarita Montiel.

No necesitó más el susodicho para acceder a compartir su arte con el mundo. Aunque no se había preparado sacó inmediatamente las manos de los bolsillos. En ellas traía puestas ya las castañuelas.