Cómo creer en Dios cuando ves morir a tu hijo

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Cómo creer en Dios cuando ves morir a tu hijo

“Soy una católica de nacimiento y también ama de casa y educadora en el hogar de 10 niños increíbles. Llevo ya 21 años casada. Además de nuestros 10 hijos vivos, hemos perdido muchos bebés en el camino y nos sentimos honrados de que Dios nos haya escogido para llevar adelante esas vidas durante el tiempo que pudimos hacerlo. Somos conscientes de que vivimos muy bendecidos y estamos agradecidos a Dios por lo que nos ha dado con nuestra familia”.

Esta es la descripción que Michelle Fritz hace de sí misma y uno percibe el sano orgullo que transpiran estas líneas. La vida le ha sonreído siempre y ella ha sabido corresponder con una sonrisa igualmente grande. Dios ha sido muy bondadoso con ellos... ¿o no? Por lo menos esa era la misma reflexión que Michelle se hacía. Pero esa seguridad se tambaleó un día: aquel en el que vio con sus propios ojos y en directo cómo el corazón de uno de sus hijos dejó de latir.

“Recuerdo ese día como si fuera ayer. Me encontraba en la oficina con un médico luchando por escuchar los latidos del corazón de mi hijo. Por fin, encontró un corazón que apenas latía. Cambiando la posición de la máquina para mirar el flujo de sangre dentro y fuera de su corazón, trató de localizar el problema. Mientras observábamos, el flujo se detuvo: ¡fui testigo de los últimos latidos de mi hijo! Sentí como si mi propio corazón se hubiese detenido. El médico me dio el pésame y me envió a casa”.

Sinsentido, dolor, llanto... ¿Cómo podría Michelle regresar a casa tras una experiencia así? Porque el espacio que antes ocupaba su hijo dentro de ella ahora estaba vacío.¡Su hijo había muerto! Lloró y lloró por horas –“sentía como si me hubiesen rasgado el alma”- y rezó a Dios, pidiendo explicaciones. Pero no escuchó ninguna respuesta. Ni siquiera las escuchó cuando ya los ojos le ardían de tanta lágrima derramada. Nada.

“Ese día entré en un lugar espiritual en el que nunca había estado antes. Un lugar oscuro y solitario. Estaba triste y descorazonada, pero sobre todo estaba furiosa con Dios. ¿Por qué permitió que sucediera esto? ¿Por qué me estaba haciendo esto a mí... a mi familia? No podía comprenderlo. ¿Por qué Dios me había abandonado?”.

Nada parecía dar sosiego a su alma. ¿La oración? ¿Cómo hablar con un Dios que pudo fácilmente haberlo salvado? Ni siquiera la compañía de las demás personas parecía ser de ayuda, mucho menos después de enterrar a su hijo: “Me sentía cada día más sola y mi enojo con Dios no hacía sino aumentar. Llegué a preguntarme si realmente existía”.

Pero en todo este proceso, Michelle percibió que el anhelo de Dios no desaparecía de su alma. Después de todo, ella no quería dudar; quería tener fe. Y fue aquí cuando se dio cuenta que tenía que replantearse toda su vida. Porque todo lo que había recibido siempre lo había visto como venido de la mano de Dios: sus hijos, su esposo. ¡No! Dios tenía que seguir ahí, aun cuando ella no lo sientiese. Y empezó su proceso de vuelta.

Tuvo que aprender a rezar de nuevo y luchó por todos los medios posibles para lograrlo. “Intentaba encontrar a Dios en todo lo que veía: en el cielo, en la sonrisa de mis hijos, en las flores de mi jardín, en el abrazo de un amigo. Fue gracias a este ejercicio que me di cuenta que, en vez de abandonarme como yo creía, Dios estaba en realidad alrededor de mí siempre. Eso me hizo sentirme mejor y me abracé a Él con fuerza”.

De todo este camino, Michelle saca una conclusión que ha quedado grabada como un tatuaje en su corazón para el resto de su vida:

“¿Está bien si dudamos de nuestra fe? La respuesta es sí. Basta mirar a Cristo para darnos cuenta que no pasa nada si dudamos. Él la experimentó en Getsemaní y en la Cruz (‘Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?’). Si nuestro Salvador experimentó esos momentos, ¿por qué cuestionar si nosotros dudamos en algún momento de nuestras vidas? Seguramente Dios me entiende  cuando yo le grito mi desesperación”.

Y es aquí donde Michelle comparte su ideario para afrontar mejor la oscuridad de la fe; unos puntos que ella misma toma de su propia experiencia:

“La duda puede ser un catalizador para crecer en nuestra fe. ¿Qué hacer cuando nos llegan esos momentos de duda y abandono?

1. Lee la Biblia: date cuenta que hay muchos que dudaron como tú, Cristo incluido. Lee sus historias.

2. Ora: habla con Dios, mantén la comunicación abierta con Él. Dile lo enojado que estás. Y aunque no sientas que está ahí, pídele ayuda y confía en que esa ayuda llegará.

3. Habla con alguien en quien confíes: busca un amigo, un sacerdote, tu cónyuge, quienquiera al que le puedas confiar lo que sientes. Te sorprenderás de cuántas personas han pasado también por tu misma situación.

4. Busca ver a Dios en todas las cosas: las pequeñas y las grandes, las banales o las increíbles. Ve que Dios está ahí contigo, en todo lugar.

5. Llora: Cristo lloró; María lloró, los santos lloraron. Y Dios ve y valora cada una de tus lágrimas caer”.

Hoy, Michelle vive feliz con su familia. ¿Sigue teniendo dudas? Sí. Pero las afronta ya con más serenidad y calma. Porque, según sus propias palabras, se ha dado cuenta que “después de luchar contra los sentimientos de duda o abandono, encontramos a Dios esperándonos con los brazos abiertos, como siempre está, para atraernos hacia Él. Porque, en realidad, nunca estuvimos solos o abandonados. Estábamos perdidos. Pero Dios siempre provee un camino de regreso a Él: muchas veces necesitamos estar perdidos para ser encontrados”.