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Coincidir

La música, aseguran los entendidos, constituye el único elemento común a todas las civilizaciones humanas: no existe -no ha existido- una sola cultura inmune a los encantos de Euterpe.

Y a todos -salvo contadas, cuanto extrañas excepciones- nos gusta la música, bien sea al natural o como envoltura de unos bien medidos versos cuya potencia se multiplica al ayuntarse cadenciosamente a las notas arrancadas a una guitarra, un piano, una flauta o una orquesta.

En realidad no se trata sólo de gusto. La música nos seduce, nos cautiva, ejerce sobre nosotros una fascinación peculiar: la de convertirse en catalizador de buena parte del catálogo de nuestros sentimientos.

La alegría, la tristeza, el desazón, la euforia, la angustia, la ilusión… Todas estas sensaciones -y más- germinan en nuestro interior al influjo de la música y, por supuesto, de las canciones integrantes de ese repertorio al cual recurrimos, una y otra vez, cuando deseamos sentir.

Discutiendo el tema un día cualquier con Lupis, colaboradora y amiga de la Facultad de Jurisprudencia, me convenció de incorporar a mi particular taxonomía musical, una categoría a cuyo reconocimiento me resistí en un principio: las canciones “para cantar”.

No sólo están las canciones para escuchar y para bailar, me dijo Lupis con autoridad, y procedió a explicar detalladamente cómo, “las canciones para cantar” constituyen el catálogo auditivo más relevante porque gracias a ellas ‘sentimos’”.

Tras escuchar la explicación, a mí se me ocurrió poner a cantar al Flaco de Úbeda y la luz se hizo en mi cerebro… Pues sí: están las canciones para cantar… esas letras con residencia permanente en nuestra memoria a las cuales regresamos sin dificultad, no importa cuánto tiempo haya transcurrido desde la última reproducción.

Por alguna razón -a veces explícita, a veces desconocida- la letra de ciertas canciones tiene un significado particular para nosotros. Sus versos -o a veces sólo ciertas palabras- se encuentran vinculadas a un recuerdo, a un sueño, a una fantasía, a una fibra especialmente sensible.

Y es esa nota, ese verso, esa cadencia, lo único capaz de encontrarle el tono y ponerle a vibrar en la frecuencia exacta para transportarnos de vuelta al lugar donde habita el olvido… ¡Perdón! Ya me estoy fusilando a Joaquinito.

Ocurre a veces, sin embargo, un fenómeno peculiar: uno tiene almacenada en la memoria una cierta estrofa de una canción y, si la tocan, uno puede cantarla -porque se la sabe-, pero no es capaz de explicar la razón por la cual la recuerda, porque en realidad no se trata de una de nuestras favoritas.

Personalmente eso le ocurre -le ocurría- acá, a su charro negro, con la letra de “Coincidir”, canción de la autoría de un trovador cuyas credenciales no terminan de convencerme, pese al asedio del cual soy objeto de manera permanente por parte de mi esposa, Cyntia, y los miembros de su clan de adoradores del tal Silvio.

“…coincidencias tan extrañas de la vida/ tantos siglos, tantos mundos, tanto espacio… y coincidir”.

Todo mundo argumentará -seguramente con razón- a favor de la opción de colocar la referida canción en el estante de las melodías románicas, de las concebidas para seducir a la (o el) responsable de provocarnos la sensación de mariposas en el estómago.

Hasta hace unos días este opinador habría concurrido, sin resistencia alguna, en el argumento: la letra parece claramente diseñada para elogiar ese magnífico accidente geográfico gracias al cual uno se encuentra un día, en la inmensidad de este universo nuestro, frente al ejemplar perfecto de pareja con el cual siempre soñamos.

Ahora, sin embargo, he adquirido una perspectiva diferente y tengo una hipótesis radicalmente distinta a la anterior. La letra de “Coincidir”, estoy convencido, fue concebida para retratar la ironía, la vocación cáustica del destino para mofarse de nosotros.

Llegué a tal conclusión tras realizar la elección más improbable de mi vida mientras caminaba por una calle del Centro Histórico de la Ciudad de México en compañía de mis queridos amigos Sergio Díaz, Alejandro Gómez y el buen Ever.

Necesitaba bolearme los zapatos e hice entonces lo conducente: me acerqué a uno de los cientos de boleros disponibles en esa zona del País, me trepé en el banquito y me dispuse a presenciar la magia.

¡Y la magia ocurrió!.. Pero al revés. Tras los primeros cinco segundos de actividad todos caímos en la cuenta: el bolero estaba ahogado de borracho y no se le puede culpar entonces por el resultado ofrecido: mis zapatos terminaron como un cuadro de Jackson Pollock, exhibiendo una improbable gama de tonos cafés, distribuidos sin orden ni concierto… Una obra de arte.

Y ahí lo entendí todo: “…coincidencias tan extrañas de la vida/ tantos siglos, tantos mundos, tanto espacio… y coincidir”.

¡Feliz fin de semana!

carredondo@vanguardia.com.mx
Twitter: @sibaja3