Ciudad de tablas

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Ciudad de tablas

El Puerto de Veracruz celebrará sus quinientos años en el 2018 y está por verse si habrá tiempo y voluntad política de remozar y dignificar una ciudad tan boca e intestino de México. Por aquí han entrado y se han ido páginas de la historia, desde la conquista en la cercana Antigua, hasta las invasiones francesas, norteamericanas, imperios, ataúdes, dictadores, Revolución, migrantes del mundo, españoles que se volvieron gachupines e indianos, exiliados republicanos que fundaron escuelas, editoriales y mucho más. Ciudad puerto donde los barcos son las palabras que van y vienen por el mar, bullanguero a pesar del lamento de los buques cuando parten, de la muerte que ha tomado sus calles. De cara al Caribe ha amasado los sones y los ritmos que también en su ida y vuelta han hecho de las rumbas guajiras y del square dance, danzón.

Mucho que decir en pocas líneas, pero si uno pasea por las calles del centro se asombra de la explanada remodelada que flanquea las aduanas y llega a la vieja estación de ferrocarril. Se sigue regodeando en la plaza con los portales y la parroquia donde el bien plantado Hotel Diligencias tiene mucho que contar y el Hotel Imperio guarda secretos de marinos pasajeros. La librería Mar Adentro acaba de abrir sus puertas en una casa recuperada y ampliada donde la piedra muca, imbricada de corales, cuenta tierra adentro historias lejanas: las de los libros. Unas calles parecen apuntalar esos quinientos años de historia entre la colonia y el afrancesamiento, y hasta el art decó, pero si uno se sale del redil se tropieza con el estropicio, con las fachadas desvencijadas sostenidas por raíces gozosas del abandono y la humedad, ramajes que perforan muros, que invaden ventanas huecas. Un silencio agazapado como si la historia estuviera hospitalizada. Porque en el puerto, la gente está más viva que sus edificios. En la Plaza de la Campana, atrás del convento remozado gratamente como restaurante, se dan cita orquestas y bailarines todas las noches de jueves a domingo. No importa que las palomas se deshagan en improperios fecales y plumas desperdigadas, no importa que la plaza amanezca como refugio de teporochos, por la noche es una dama ataviada de señorío y cadencia, como lo puede atestiguar el monero desde su balcón. La ciudad amurallada, que dejó de serlo con la entrada del ferrocarril, respira a pesar del olvido de las autoridades, de la modernidad que susurra como sirena encantadora para llevar la vida a los centros comerciales. ¿Qué hará falta para que el diálogo del malecón con la plaza y las calles del centro llene de orgullo a los lugareños, a los mexicanos y a los visitantes del mundo? Se requiere de una pasión, una voluntad y una apuesta económica para que sea el espejo luminoso de los jarochos. Hace falta una prueba de honestidad e imaginación para que Veracruz presuma sus historias y su presente.

Afuera de la ciudad amurallada, donde apenas queda el Baluarte de Santiago y alguno que otro trozo de muro, la huaca presume su esencia popular, su origen de dormitorio para los esclavos africanos y otros trabajadores. Algunas de las pequeñas casas de la huaca han aguantado en el tiempo y uno que otro callejón como el de Toña la Negra se han cuidado con plantas y bancas para que esa forma de vida no acabe por extinguirse. Me pregunto si la huaca tiene que ver con el nombre incaica para los templos peruanos tan cercanos a los cementerios prehispánicos; algunos dicen que huaca es el dios de la muerte, otros que se asocia a la palabra huácala, porque a los habitantes de la Huaca se les veía con desdén. Estoy segura que un experto podría aclararnos. Ciudad de tablas se llamó al puerto que en la Huaca ofrece una explicación. Las casas del arrabal estaban hechas del desperdicio de barcos, tablas que se adosaban para construir apenas uno o dos cuartos donde vivir y pasar la vida muros afuera, entre la chorcha, la hamaca y la mecedora. Las que aún están en pie lucen sus morados, verdes, amarillos, su tablerío alegre y estrecho, otras lo mudaron por mosaicos como de baño, por muros aplanados. Uno anda por la Huaca intentando husmearle otro tiempo, pero no como si fuera un museo sino una estampa viva. En Veracruz el pasado se aferra, como esos viejos tablones, a un modo de vida, que ni el ultraje de gobernantes ni el dominio del narco ha logrado desterrar.