Censuras a la censura

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Censuras a la censura

Recuerdo que cuando hace años vi la película “Cinema Paradiso”, tuve la sensación de haberla visto ya. Aquella pequeña sala cinematográfica en un pueblo de Italia guardaba más de una semejanza con aquellos “cinitos” de mi infancia, en los cuales algunos sacerdotes bien intencionados nos exhibían películas “aprobadas por la moral cristiana”, para apartarnos de mirar otras “desaconsejables”.

En “Cinema Paradiso” el cura de la aldea veía en exhibición privada las películas antes de ser presentadas a la gente, y las censuraba. Hacía sonar una campana cuando tal o cual escena le parecía inmoral, y el encargado de proyectar el film le hacía los cortes ordenados por el párroco. Nadie sabía que el empleado guardaba aquellos trozos de celuloide, y los unía después en una sola cinta. Al final de “Cinema Paradiso” aquel hombre, anciano y ciego ya, hace que el niño que lo acompañaba en la sala de proyecciones, ahora adulto, vea con ojos empapados en nostalgia la sucesión de ardientes besos que la campana del señor cura quitó de las películas.

Hay un mensaje en “Cinema Paradiso”: el arte sobrevive a la censura. Ésta lleva en sí la semilla de su propia negación. Censores habrá siempre. Siempre habrá quien se considere calificado para decir a los demás lo que deben ver o no ver, lo que pueden leer o no leer, y para decirles a dónde deben ir y a dónde no. En un colegio de Monterrey hubo hace algunos meses una junta urgente. Las profesoras del plantel llamaron a los padres de familia para pedirles firmar un documento en el que se demandaba a las autoridades prohibir la exhibición de una película que las maestras juzgaban inmoral. Muy desconcertadas quedaron esas señoritas cuando los padres de familia no aceptaron firmar aquel papel, y defendieron la libertad que tenía cada quién de ver o no la película de marras.

Cuando alguien alza una pared siempre habrá quien asome la cabeza por encima de ella para saber qué hay más allá. La desventaja de los muros es que, en efecto, nadie puede salir, pero tampoco nadie puede entrar. La censura conduce a la ignorancia, y por lo tanto a la opresión. Aquellas señoritas profesoras deberían aprender que educar es siempre mejor que reprimir. Nadie, por otra, parte, puede decir que tiene el monopolio de la moral.

En algunos estados del País hay gobiernos de la derecha que se erigen en censores. Pretenden prohibir, por ejemplo, el uso de la minifalda, y castigan a los novios que se besan en la calle. Una tarea así, afortunadamente, es, a la larga, estéril e infecunda. Sobre esos anacrónicos torquemadas suele triunfar siempre la libertad. Igual que en “Cinema Paradiso” alguien preservará lo suprimido y lo entregará luego a los que vienen. Alguna vez quizá hasta los censores pedirán perdón por haber tratado de suprimir cosas de amor, de verdad o de belleza. En eso, en la belleza y el amor, en la verdad, el bien y la justicia, debemos educar a nuestros hijos. Dueños de esas hermosas herramientas, ellos podrán mirar lo que les venga en gana e ir a todas partes sin que sus ojos o sus pasos los lastimen, pues sabrán admitir y disfrutar lo bueno, y rechazar lo malo.

Desde todos los puntos de vista la censura es cosa de mala educación. Y lo mismo el hecho de que los censores elaboren listas negras. ¡Guácala!