Canción de la cancionera

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Canción de la cancionera

Canción de la cancionera

Alarmaba al autobús

su cuerpo de teibolera;

y visto bajo esta luz,

su canto más triste fuera.

 

Se ocultaba en la guitarra,

que era como un manequí

o una gran hoja de parra,

que no escondía lo que vi.

 

No era una buena calca

de su perfil y su óvalo;

la guitarra que desfalca

a ese cuerpo, decía: róbalo.

 

Se bamboleaba en el tubo

por el salto de las llantas:

más imprudente no hubo

hembra, ni de gracias tantas.

 

Desnudaba el corazón

por debajo de la ropa;

las palabras fuego son

cuando la carne es estopa.

 

Con su tonada de sierva

enemiga bajo el yugo

–al final la carne es hierba–,

el amor fue su verdugo.

 

 

La ciudad es laberinto,

pero ella cambia de ruta;

las monedas en el cinto,

cada centavo disfruta.

 

A veces Dios muestra el ceño

a la bella pordiosera;

ella con gesto risueño,

que cambie de humor espera.

 

Yo temo, por su belleza

suba un día a un automóvil;

a veces la vida aviesa

tiene en el sexo el peor móvil.

 

No le falta, a la verdad,

encanto y merecimiento,

pero ama la libertad

y su fortuna es el viento.

 

Pues su canto no es privado,

entre muchos se comparte;

así es como alcanza el grado

en que vivir es un arte.

 

La belleza es laboriosa,

así es como ordena el mundo;

en pleno vuelo reposa

un siglo como un segundo.