Café Montaigne 212

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Gracias por leerme. Muchos, hartos y variados comentarios me han llegado con motivo de estas páginas personales de mi vida, aderezadas con notas y acercamientos vía varias aristas: hacia el amor, la mujer y las nunca bien entendidas (nunca se van a entender a cabalidad) relaciones entre hombres y mujeres. Lectores como usted, piden (algunos lectores, lo exigen) saber de mi relación con Claudia Mota S. y en la línea de vida, en cuál momento va dicha relación cuasi amorosa la cual lo hemos platicado en tertulias pasadas, es una enfermedad.

Dialogando con el abogado Gerardo Blanco Guerra, oficial mayor del Congreso, preocupado genuinamente por mi salud física, me espetó con cautela: “Maestro, no se enamore. Eso siempre es dañino…”. Luego agregaría con más cautela aún: “Mejor refugiémonos en el ron”. A reserva de mejorar el porcentaje, le creo a Blanco Guerra al 101 por ciento. Las dos consejas son verdaderas y atinadas. Sigo comiendo poco. Casi nada. Eso de los alimentos, eso de comer ya no se me ha dado por dos razones antes aquí expuestas: el maldito calor asfixiante y el padecer mi pasión invernal por Claudia. Cada día peso menos kilos. Tal vez usted me vea igual, pero no. Yo lo noto diario por varios detalles los cuales aquí voy a platicar.

La mesera Claudia Mota S. sigue vistiendo como modelo de pasarela en su restaurante-bar. Ella sabe de su galanura y belleza. Lo sabe. Lo explota. Al final de cuentas mujer, la vanidad la viste mejor a sus diminutos vestidos. Un día estaba muy ocupada atendiendo varios clientes y de vez en cuando, sentada con ellos platicando de todo y de nada. Me dijo la esperase. Pedí mi acostumbrada cerveza oscura y la vi. Siempre llevo mi estilográfica conmigo y una pequeña libreta de apuntes. Mi pluma empezó a trazar una huella, líneas, un rasgueado sobre el papel al tratar de deletrear las largas, torneadas y bellas piernas de Claudia. Insisto, por siempre color cobre bruñido. Sus muslos redondos tienen el color del ron añejo isleño el cual tomaba a mares Ernest Hemingway en Cuba. Claudia voltea a verme, palidezco…

Siempre he estado seco como un pinche palo de ocote. Seco y hueco ya hoy en día. Mi alma y corazón no sirven para nada. O para muy poco. Sólo sirven para amar, pero a esta edad de mi vejez, ya son hilachas, harapos casi inservibles. ¿Cuánto peso hoy en día? No quiero pesarme ni quiero pensarlo. Si acaso voy con mis chamanes y médicos de cabecera, los sabios Rafael Torres Rangel y Carlos Ramos del Bosque, de seguro me van a dar una madriza de regaños por andar como ando. Aparte, la enfermedad la cual hoy padezco, como dijo Malcolm Lowry en “Bajo el Volcán”, es aquella la cual se soporta en esa región a la cual solemos llamar “alma”. No es algo físico. Es más allá de eso.

ESQUINA-BAJAN

¿Hay meseras o bailarinas más bellas a Claudia? Sin duda sí. A lo mejor, todas. ¿Hay enfermeras, hay vendedoras de joyería, hay ingenieras, hay gerentes más bellas a la flaca de Claudia? Absolutamente sí; pienso e imagino, casi todas o todas son más bellas a ella. ¿Es capricho entonces de mi parte? No lo creo. Simplemente y en el invierno de mi vida, me enamoré de ella y así ando de jodido. Al deletrearla en mi desierto personal (la hoja en blanco), mis dedos, los metacarpianos y falanges obedecen las ondas de mi cerebro, pero más hacen caso al corazón. ¿Soy un pendejo? No, soy un pendejazo bien hecho, seamos francos y sinceros.

“Don flacuras”. Siempre he sido flaco. Pero ahora ando en huesos. Un día el joven Amaury Brondo, el hijo de mis amigos y camaradas de armas, David Brondo García y Nora Mirna Gaona, fue infante. En aquella dorada época del siglo pasado, Brondo y Nora fundaron la revista “Punto y coma”. Gentilmente me invitaron a su proyecto y me encargaron la coordinación de la sección de cultura, “La persiana”. Un día llegué a su casa enclavada en el centro, a entregar materiales. Ese día llevé un paquete de libros para el niño Amaury. En la siguiente visita de trabajo, cuando Amaury me vio para saludarme, no tardó un segundo y dirigiéndose a su papá, a David Brondo y con sonrisa pícara de niño, le dijo: “Mira, papá, don flacuras…”.

“Don flacuras” era un cuentecillo incluido en el paquete de libros, el cual hacía referencia a un tipo tan alto y flaco como palo de escoba. Eran episodios, recuerdos con ese tenor y motivo. Pues sí, me sigo pareciendo al dibujo de “Don flacuras”. Y en honor a la verdad, la flacura se padece mucho, señor lector. ¿Cuántos libros hay en el mercado referente a dietas, ejercicios y alimentos para adelgazar? Cientos. Tal vez miles. ¿Por qué siempre se ha considerado decir “gordo” como insulto y ser flaco o estar flaco como un halago? Confesión: un día quisiera ser gordo. No hay gordo infeliz. Los flacos  arrastramos nuestra pequeña y triste muerte en las pupilas.

Hubo un científico francés, Pierre Emile Aubanel, el cual construyó con sus manos una máquina de generación de energía y la montó en su departamento (el mismo, el cual había ocupado hasta su muerte, el poeta Stéphane Mallarmé en la “Rue de Rome”, en París). Su tesis era sencilla: dicha máquina se alimentaría de hojas con poemas. Poemas tan sólidos y con tanta energía, los cuales bastarían para servir de alimentos (como una manzana o un pavo al horno) o bien, como arma letal. Aubanel murió en condiciones sospechosas en el primer tercio del siglo 20.

LETRAS MINÚSCULAS

Si Claudia me dice ven, ¿la voy alimentar con mis poemas? “Ni mis cinco sentidos ni toda mi agudeza/ pudieron disuadir a un corazón tan loco”. William Shakespeare. Continuará…