Café Montaigne 211

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El amor es una enfermedad. Todo mundo lo sabe y así ha quedado por escrito en la historia de la humanidad. No sólo en la historia o en la literatura, no; en la piel de la humanidad completa y toda. ¿Es conveniente encubrirse e ir entonces disfrazado por la vida para no sucumbir a esta enfermedad perniciosa y mortal? No lo sé. Todo mundo tomará su decisión al respecto. Yo en lo personal así con mis toxinas y con mi entrega en el emperrado amor me siento bien y mal a la vez y sin contradicción de por medio.

No pocos comentarios he recibido con la saga de textos donde hablo de mis amores ridículos, mis pasiones las cuales me conducen directas al patíbulo y mi estado perpetuo entre el sueño y la vigilia en el cual vivo. Lectores atentos como usted el cual me favorece con su atención, piden letras, más letras del saco de mi vida. Aquí las tienen por el día de hoy. Planto un estandarte de batalla, polémico como siempre: ¿hay mujeres buenas? Sin duda sí. Sólo hay un problema, ninguna de ellas habita en mi corazón, en mi casa y en mi pensamiento. Todas las mujeres buenas y bellas, por lo general y siempre, ya tienen pareja estable. Lejos estoy de dichas mujeres buenas, sencillas amorosas, leales y guapas.

En uno de sus textos, el escritor Salvador Elizondo escribió: “Puesto que nadie se disfraza de algo peor que sí mismo, sólo podemos conocer la naturaleza de alguien si para ello ignoramos su identidad”. ¿Debo de engañar, engatusar a las mujeres de buen ver y disfrazarme de algo, un ente lo contrario a mí patética persona? Nunca lo he hecho, nunca lo haría. Por lo general y siempre, soy un imán con las musas al espetarles de mi oficio: las palabras. Escritor, periodista, poeta y vendedor de libros. Todo lo relacionado con las palabras, la tinta y las hojas olorosas a vainilla y romero. De entrada, pues sí, ellas se maravillan de ello y no hay una sola, no hay excepción, todas me han dicho: “Ah, nunca había conocido a un escritor…”

De entrada, la sorpresa y lo raro en uno, la verdad. Luego, el asombro, el endulzarles el oído y hacerles sentir de una nube de algodón listas para ellas. Pero, tarde o temprano, las señoritas de buen ver, digamos, quieren algo más “terreno”, más trivial, más crudo, más digerible. Si uno las invita un Chianti Ruffino con un carpaccio de res, luego un tirado de salmón para rematar con un buen trozo de filete cabrería, no siempre quieren ni saben: piden mejor tacos grasosos y escuchar a un par de cantantes o grupos (ni sé la verdad) llamados “El fantasma” y “Los siete carnales”. O algo así.

Me gustan los tacos, siempre en la semana como una o dos veces en las taquerías de mi antojo y por antojo, pero de eso a ser un menú elegido para alagar y enamorar a una musa, pues no se me recomendable. ¿Debo entonces fingir de estarme pasándomela fenomenal al escuchar a un grupo tocando en el sonido algo así como “Y run run run, voy en mi troquita a ver una nalguita…”?

ESQUINA-BAJAN

¿Hay buenas mujeres? Sin duda sí, pero no las conozco y no en mi vida. ¿Soy el tipo equivocado para ellas? Sin duda, sí. Por eso me dejan de lado cada cierto tiempo, caray. ¿Debo de ser comprensivo y tolerarlas así como ellas son, aceptarlas como son? Siempre lo hago y los costos son terribles para ambos, creo. Como dice la Biblia, especifícame en Proverbios del rey Lemuel, no quiero ser domado y puesto en un plato como un mendrugo de pan: “Porque a causa de la mujer ramera, el hombre es reducido a un bocado de pan…” (Proverbios 6:26).  

No puedo cambiar. No lo voy hacer. A mis 56 años de mi vejez, es imposible hacerlo. ¿He ido a ver a la musa de largas y bellas piernas llamada Claudia Mota S. la cual trabaja en un restaurante/bar en una zona de guerra como lo es la Avenida Madero en Monterrey? Sí y no; no hay contradicción de por medio. ¿La padezco? Sí. La bella Claudia, la cual es larga como una vara de nardo, con minifaldas tan cortas como imposibles y con una belleza de cara afilada, me trae igual de jodido y enamorado como el primer día en el cual la conocí. Hace alrededor de cinco meses ya.

“Me impongo la costosa penitencia/ de no mirarte en días y días…” Dicen unos conocidos versos de Ramón López Velarde. Yo me impongo ese flagelo de penitencia, sólo para recaer en dicha enfermedad perniciosa con singular dolor y alegría. Cuando la vuelvo a ver, el fuego de la pasión me arrasa y sólo quiero empapar mis hijos de ella, anegarme de ella y estar ahíto de su presencia. ¿Lo nota? El amor y la pasión son una enfermedad, solitaria, perniciosa, lenta y mortal. Por eso uno termina, luego de la pasión, como un paciente y al final, rumbo al patíbulo: la muerte.

Claudia tiene 27 años y una larga vida por delante. Yo tengo 56, en el invierno de mi existencia. Las matemáticas son claras, muy claras. Aunque en honor a la verdad eso no me importa en lo mínimo. Como en un viejo verso de Gustavo Adolfo Béquer (¿o de Amado Nervo?), “si tú me dices ven, yo lo dejo todo…” Si Claudia me dice ven, yo lo dejo todo. Caray, parecen los versos atormentados del compositor Gilberto Parra, el cual dice en su canción “Por un amor”: “Cuánto sufre mi pecho/ que late/ tan sólo por ti…” ¿Sufro por Claudia? A madres. ¿Entonces, soy masoquista? No lo sé. Pero, cada vez al verla, la luz regresa a mis ojos y a mi pluma…

LETRAS MINÚSCULAS

“… que en la hora reseca e impotente/ de mi vejez, no falte la tónica tibieza/ mujeril…” Ramón López Velarde. Continuará el próximo sábado…