Café Montaigne 210

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Café Montaigne 210

Hay un problema (de tantos, pues) cuando a usted lo atiende en su restaurante la musa Claudia Mota: uno no puede dejar de contemplarla. Imanta los ojos y todos los sentidos. Su cuerpo es un espectáculo vivo y ondulante. De ensueño. Camina como entre brumas, como levitando del suelo y se contonea entre las mesas para servir tragos y platillos por igual. Si usted le pide un buen mezcal, va por la botella, le pone su pequeño vaso tequilero enfrente y de manera milimétrica, lo vierte con precisión de cirujano.

Tengo 56 años sobre la tierra y me ha gastado la vida, me he gastado mi existencia (insisto, ya muy raspada al día de hoy), en lecturas, libros, música, mujeres y vino. No sirvo para nada. O mejor, sirvo para muy poco. Del mundo real no sé nada, salvo lo anterior. Es decir, no puedo ajustar un grifo de tubería oxidado si éste está goteando. Me es difícil cambiar un maldito foco. No puedo hacer ninguna reparación menor en mi casa por un sencillo motivo: soy un inútil. Me he casado dos veces (Monterrey y Saltillo) y he derramado tinta de mi pluma en mis cuadernos, al menos tres veces en mi larga y no pocas veces, tortuosa y azarosa existencia. Hoy tengo 56 años y estoy padeciendo una pasión juvenil y amorosa como si fuese un pinche e ignorante adolescente. Tal vez no he madurado sentimentalmente. Tal vez.

Mido un metro con 59/60 centímetros. Claudia Mota S. debe medir al menos 1.63/ 1.65 metros. Usa tacones y sandalias de verticalidad imposible. Tiene unas piernas y un cuerpo (lo cual se adivina de sus atuendos breves y transparentes. Minivestidos y minifaldas de infarto) del color del ron antillano: oro bruñido sobre piel olorosa a nardo fresco. Parece un personaje salido de los textos de mi héroe, Francis S. Fitzgerald, aquellas mujeres las cuales deambulan en terrazas solariegas contemplando el cielo azul, luego las estrellas, con una copa de champagne en la mano, mientras su voz se une a un coro de cigarras. Mujeres las cuales caminaban parlando entre ellas sin jamás decir su nombre. Si acaso tenían, pronto se olvidaba. Como la bíblica Mujer de Lot.

Ahora, con la mayoría de los restaurantes abiertos casi en todos lados, un día y luego de comprar libros y diarios de México, enfilé mis pasos a zona de guerra: el temido centro de Monterrey, específicamente por la Avenida Madero y su terror desbocado de día y de noche. Elegí un restaurante/bar casi al azar. A este en específico tenía mucho sin visitar. Prefería otros de la zona, no obstante lo repito, es zona de guerra, inmundicia y violencia en sus calles todo el tiempo. Entré. Pedí una cerveza oscura. Me atendió diligentemente una guapa mesera. Luego, apareció ella, Claudia, suspendida sobre sí misma y con una aureola de musa de terciopelo caminando sobre unas sandalias negras de tacón, las cuales dejaban ver sus pies de Cenicienta.

Me gustan las mujeres. No tengo carta aborrecida. Unas por gordas, otras por flacas. Unas por su cabello ondulado, otras por su cabello lacio. Unas por bien vestidas, otras al andar desvestidas (table dance). Toda mujer desnuda, como dicen unos viejos versos de Pablo Neruda, es igual “a los dedos de una mano”. Me enamoro con singular alegría. Pero siempre y a mi edad hay una defensa, una delgada línea de pasión debo poner en práctica: soy viejo.

ESQUINA-BAJAN

El problema de ver y conocer a Claudia Mota es uno solo: fue una pasión instantánea. Fue un fuego el cual me consumió en minutos. Ardió la estepa y yo, estúpidamente, lo fui alimentado (lo sigo haciendo) con ímpetu, amor, dolor, dicha pasajera y un efímero sentimiento de tal vez y sólo tal vez, un canto de victoria. Usted lo sabe estimado lector: el amor, el tener una pasión (como yo la tengo hoy) emperrada, es una enfermedad. Cualquier definición de filósofos antiguos lo dicen a la letra: pasión viene de la voz latina “padecer”, por lo cual esta misma raíz es madre de otros términos y situaciones como la enfermedad (ser un “paciente”) o la muerte (estar condenado al “patíbulo”). Pues sí, básicamente el amor es eso: estar enfermo y esperar la muerte liberadora.

Claudia a todos sonríe y a todo mundo atiende con esmero y dedicación. Cuando se agacha a servir los tragos y los platillos y un mareo se apodera de uno inmediatamente al ver como sus piernas se flexionan y dejan ver sus caderas redondas, respingadas y perfectas: claves de un alfabeto primigenio. Le conocí. Esa semana fui a verla una ocasión. Luego, a la primera le siguió la segunda, luego la tercera, luego… Claudia se disfraza siempre de sí misma. Tiene preferencia por minifaldas estampadas y top los cuales apenas ciñen sus senos redondos como limones en flor, dejando ver su exigua y lisa panza de muñeca. Claudia Mota tiene un problema para mí el cual es una bendición para ella: tiene 27 años.

Me he enamorado de un solo golpe (como adolescente, pues) e insisto, yo mismo he alimentado esta pasión malsana. Esta enfermedad la cual de a poco, me está secando. Es literal. Con el maldito calor y esta enfermedad juvenil mal cuidada, he enflacado alrededor de tres kilos al día de hoy. Yo flaco, aún más a mi flacura habitual. El amor es así: se aferra a los imposibles; como un vagabundo se aferra y se fuma apenas una brinza, una bachicha recogida del piso a la cual le queda una sola fumada, una sola voluta de humo en la vida. Da miedo soñar a Claudia y sus piernas largas y sedosas, como columnas romanas y del color del ron antillano deletreado por Francis S. FItzgerald. Da miedo contemplarla por horas en su trabajo. Llega a mi mesa y con un ronroneo meloso y sutil, me espeta al oído, “¿te traigo otra cerveza, Jesús?”.

LETRAS MINÚSCULAS

Anochece… en mi vida siempre anochece. Hoy más gris que nunca.