Café Montaigne 207

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Café Montaigne 207

Clarice esa noche, un tanto fría y lluviosa por ser febrero y por ser la ciudad de México, me dijo me iba hacer el amor con los pies. Literalmente. En inglés le nombran “footjob”. Clarice así dijo llarase un día antes, cuando nos presentaron. Clarice me dijo, era su nombre. No era tal. Era Marcia de los Santos. Era brasileña afincada en la ciudad y el país desde hacía un lustro atrás y era “escort”. Edecán. Vaya, en cristiano era una prostituta de alto nivel. Nivel ejecutivo le dicen allá. El episodio fue hace algunos años. Fue en febrero cuando el frío aprieta con todo furor en todo el territorio nacional. En ese entonces, había ido a la ciudad de México en calidad de acompañante de un buen amigo el cual tenía asuntos pendientes en la Ciudad de los Palacios. Acepté la gentil invitación y nos fuimos en un vuelo de horario indecente por el Aeropuerto de Monterrey en una línea de bajo costo.

Dos días contra reloj en la gran ciudad sonaban bien. Máxime: yo no iba a hacer absolutamente nada. Salvo disfrutar la ciudad y sus avenidas, mientras mi amigo arreglaba papeles y regalaba firmas de su estilográfica en juzgados y despachos jurídicos y contables. El primer día y en la tarde-noche, ya hospedados en un buen hotel sin ser este de los espectaculares, llegó a saludar al jurista un amigo de éste avecindado a todo tren en México. Presentaciones de rigor y nos fuimos a comer a un restaurante de tipo y carnes argentinas. Ya cuando disfrutábamos del jerez, el oporto y ellos, un café con anís seco, el amigo de mi amigo le dijo: “Y bueno, compadre ¿no vas a querer un buen masaje antes de dormir, gustas de ello para llamar a la agencia y manden cuatro edecanes? Tú y tu amigo entonces escogen una”. 

El empresario amigo de mi amigo el jurista, hizo una llamada. Dio las coordenadas y mientras los tres llegábamos al hotel sede, justo al entrar a su bar, ya nos esperaban ataviadas de gala, como en los cuentos de hadas, cuatro señoritas de infarto. Y como en las tallas de humor mexicanas, como en los viejos chistes, eran una brasileña, una americana, una caucásica (luego supe era polaca) y una mexicana. Se destapó una botella de vino espumoso y brindamos por la noche. ¿Escoger? Cómo hacerlo ante la perfección y belleza única de cada señorita. Así funciona esto del pago por ver, pago por evento. No escogí, me escogieron.

La brasileña, madura y de una cabellera impresionante, al saber de mi oficio de escritor, empezó a recitar versos en portugués de su poeta favorito. Nada menos, Fernando Pessoa. Yo le acotaba y le decía de poetas nacionales. Ella me escogió. La señorita polaca o rusa, o yugoslava. O búlgara, o austriaca… en fin. Ella terminó en brazos de mi amigo el jurista local y a la americana, se la llevó el empresario defeño de aquellos lares. La noche fue corta. Clarice se fue de madrugada. “No me puedo quedar bebé”, me dijo entre melosa, dormida, cruda y despierta. “Me tengo que reportar a la agencia de modelos”. Fue cuando me dijo su nombre de pila. No era Clarice, sino Marcia de los Santos. “Me la pasé bien, sabes tratar a una mujer…” me espetó como buen halago.

ESQUINA-BAJAN

“Oye flaco escritor, si hoy van a pedir otra vez chicas, ¿me puedes pedir de nuevo a mí? ¿Te parece?” Caray, le dije, si por mi fuera te llevo conmigo niña. Pero la verdad los de la “lana” son mis amigos y sólo ellos saben, pero claro, me gustaría volver a verte. Se despidió con un beso en mi mejilla, tomó mi mano derecha, se la puso entre sus piernas, separó los muslos y su tanga de encaje mojada se pegó como imán a mi mano y sólo dijo… “¿Te gustaría estar aquí adentro de nuevo?” “Pero sería un rato, luego te voy hacer que te vengas con los pies, ¿te gustaría flaco?”

El trueno no amedrenta. La lluvia, chuzos milimétricos primero, luego desbocados, se hacen presentes a las 10 de la noche en la ciudad de México. Es febrero de un año pretérito. Hace frío, sin ser congelante. El gran ventanal me protege de la lluvia la cual afuera se precipita con furor. Extraña y efímera seguridad la cual siento. Resguardado entre las tres paredes y el ventanal de mi hotel –rápido se apropia uno de las cosas, decir “mi hotel”–, espero el sonido de una mano en mi puerta. Pues sí, mis amigos decidieron una vez más pedir a las señoritas escort-edecanes-acompañantes para entibiar de nuevo la noche. 

Tocado por la gracia, esperé paciente la llegada de Marcia de los Santos. Ordené un platón de carnes frías, un par de cervezas por si acaso apetecía, agua mineral de marca europea y una botella de un tinto, específicamente mi Chianti ruffino. Pan de ajo a discreción. Era necesario halagar a la señorita. Ella llegó con un vestido dibujado a su fértil cuerpo. Ni largo ni corto. La justa medida en una mujer la cual noche a noche no necesita enseñar más de lo debido para imantar las miradas de los varones. Traía un abrigo sobre sus hombros. Sus pies diminutos y bellos, estaban estilizados por un par de sandalias de tacón. Sus dedos asomaban uno a uno y sus uñas pintadas del mismo tono a sus sandalias, lo decían todo.

Fetichista me he declarado siempre. Ver a una mujer en tacones, en sandalias de aguja, en botas, lo prefiero siempre ha verlas desnudas. El refinamiento del erotismo. El poeta Miguel Hernández, al descubrir la dote de su amada, no dudó en describir sus pies como “la blancura más bailable”. Pablo Neruda lo dejó así escrito: “Tus pies toco en las sombras…” Marcia me ordenó, no me pidió, no; me ordenó: “Anda, desata mis zapatos, acaríciame un poco los dedos y el empeine, frótalos suavemente y quítame las sandalias. Por cierto, ¿puedes ver desde allí en medio de mis muslos, qué ves? Ya viste que no traje bragas… es para que no batalles flaco…”

LETRAS MINÚSCULAS

Anochece. Afuera, aprieta el vendaval, la riada de lluvia…