Borracheras de cuerpo las hay, y de alma

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Borracheras de cuerpo las hay, y de alma

Aquel sacerdote de la Basílica de San Pedro, en Roma, no entendía lo que el extraño hombre que hablaba y gesticulaba ante él quería decirle.     Con angustia el sujeto parecía pedirle algo con actitud de ruego. Se expresaba en español, idioma que el sacerdote conocía un poco, pero lo hacía tan aprisa, y en forma tan atropellada, que no era posible dar sentido a sus palabras.

Sacó un papel el hombre, y lo puso ante los ojos del prelado. Éste leyó. Se trataba, según pudo captar, de una especie de juramento o voto que el individuo había hecho en una ciudad de México y ante un sacerdote que autorizaba con su firma el documento. El asunto, según esto, era importante. Así, el italiano hizo por señas que el individuo lo siguiera, y lo condujo a su despacho. Ahí tomó el teléfono y llamó a un colega suyo, español, para que le sirviera de intérprete y lo ayudara a desentrañar aquel misterio.

Poco después llegó el otro sacerdote; se impuso del caso y dio cuenta a su asombrado compañero romano de la naturaleza del asunto. Sucedía que el hombre que hablaba con ellos era mexicano y -sin relación una cosa con la otra- alcohólico. A fin de apartarse del vicio había hecho un juramento solemne en una iglesia de la ciudad de Puebla, voto que fue aceptado por el cura párroco del templo. En los términos de la promesa el hombre se había obligado ante Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, ante la Santísima Virgen de Guadalupe, los apóstoles Pedro y Pablo, Santa Ana y San Joaquín, San Martín Caballero y el Beato Sebastián de Aparicio, a más de otros santos y santas cuyos nombres venían consignado en el papel, se había obligado, digo, a no beber cerveza, vino ni licor durante el término de un año.

Mas sucedía -los designios de Dios son inescrutables- que le salió la oportunidad de ir a Roma con motivo del Jubileo 2000. Todos sus compañeros de viaje se hacían lenguas de la excelencia de los vinos italianos, y los bebían con supremo deleite en la comida y en la cena, y andaban todos contentos y felices. Y él se moría de ganas de probar aquellos tintos, aquellos rosados espumosos, aquellos raros licores de nombres que sonaban como a música del cielo. Pero había hecho  aquel sagrado voto que no podía romper. Estaba jurado, como se decía, y no podía beber.

Se usaba en México, sin embargo, explicó esperanzado, que el sacerdote que había recibido la promesa podía autorizar también una especie de permiso que abría una tregua al juramento en caso de súbita necesidad: una boda inesperada, el bautizo de un hijo, un velorio. Entonces el sacerdote le concedía al “jurado” una dispensa que lo autorizaba a beber todo lo que quisiera durante un día o dos, una semana, un mes, según. Y preguntaba el mexicano si ahí en Roma, en la Basílica de San Pedro, algún sacerdote -o si no un cardenal, o el Papa- estaba autorizado para extender aquel permiso.

El español y el italiano, con todo y estar en Roma, donde todo puede suceder, no daban crédito a sus palabras. ¡Qué extrañas prácticas tenían los mexicanos! Consultaron el caso entre sí. Un hombre que quiere beber vino no será raro que encuentre simpatía en un italiano y un español. Pero dudaban los eclesiásticos. Si daban el permiso que se les solicitaba ¿no estarían violando alguna disposición particular de la Iglesia mexicana?

Proseguiré mañana -si Dios me da el permiso- este verídico relato.