‘Bokkeman’, el Señor de las Espadas

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‘Bokkeman’, el Señor de las Espadas

Su afición por las armas medievales lo ha llevado a darles forma, para él y los demás miembros de la ‘Orden de Santiago’

Saltillo, Coahuila. Lo conocí un atardecer en pleno combate, al pie de la fuente de Manuel Acuña, en la Plaza de las Ciudades Hermanas, y francamente me pareció algo así como un espécimen raro, curioso, peculiar, inusual, estrafalario.  

Un niño de 28 años, padre de un bebé de 23 meses, arquitecto de profesión, que se dedica, por hobbie, a fabricar armaduras, cascos, espadas y escudos de guerreros medievales, no te lo topas a la vuelta de la esquina, pensé. 

“Todos llevamos un niño dentro, unos estamos más en contacto con él que otros, pero creo es importante tener contacto con esa parte, porque los niños… su naturaleza es ser curiosos, andar averiguando, investigando qué es esto, qué es lo otro, y el ser humano se ha desarrollado a partir de esa curiosidad”, me dirá otro atardecer -el sol espiándonos desde el horizonte-, que lo acompañé caminando desde su casa, en la colonia Hidalgo, hasta la Plaza de Armas, su paseo favorito. 

Una travesía de más de dos horas, ignoro cuántos kilómetros. 

Él sólo dijo que le gustaba imaginar cómo era la ciudad hace 100 años.  

Aquella vez que lo vi en Ciudades Hermanas estaba vestido con su armadura de malla, una suerte de túnica echa de miles de pesos, cerca de 20 mil, anillos de alambre galvanizado; su almófar, una cortina de malla tejida con miles, alrededor de cuatro mil, anillos de alambre galvanizado, que escurre desde la cabeza hasta el cuello y los hombros del guerrero; su casco plateado, su cinturón de cuero, su tabardo, eso como chaleco pintado con la cruz de la “Orden de Santiago”, que va encima de la armadura, y sus botas.

Su espada en lo alto, chocando, estruendo metálico, con la de su contrincante, otro soldado medieval, dando estocadas, acometiendo. 

El sol, agonizante lo hacía resplandecer con brillos argentinos.

Era la reencarnación de un caballero de la Edad Media, en la vorágine del tráfico y la gente del Saltillo del Siglo 21.  

Después supe que se llamaba Adrián Soto Martínez, que sus amigos le dicen “Bokkeman”, más tarde sabremos por qué, y que es miembro del Concilio de Ancianos, de la “Orden de Santiago”, una tribu urbana saltillense de guerreros que practican soft-combat y recreación de peleas medievales        

Supe también que Adrián es el herrero oficial de la Orden, el herrero de la Orden, así lo nombraron, porque que es quien se encarga de fabricar todo tipo de espadas, lanzas, cascos y escudos medievales para sus compañeros.  
     
La gente ha propagado sobre él y sus amigos de la Orden el rumor de que están locos: 
“Que estoy loco, dicen”.

—¿Quién dice?—

“La gente”.

—¿Tu familia?—

“Mi familia, algunos”.

—¿Tus padres?—

“A lo mejor están un poco reticentes, pero siempre he tenido su apoyo”. 

—¿Por qué loco?—

“Porque como no es algo muy común hay gente que cree que uno está perdiendo el tiempo, que está soñando, no sé. A veces se da ese sentimiento”. 

—¿Lo has notado?—

“Lo he notado”.

Dice “Bokkeman”, una de aquellas tardes después de las 7:00, él nada más puede después de las 7:00, que platicamos en la sala de su casa con chimenea y sillones abombados, en la colonia Hidalgo. 

La casa de Adrián es de color naranja chillante, con tejas de azul chillante, inconfundible, como él, entre las demás casas del bulevar Hidalgo, donde vive. 

Más allá, a corta distancia de nosotros, su hermana adolescente trabaja concentrada frente a una computadora. Quizá esté haciendo la tarea, algún trabajo de la prepa, no sé. 

“Tú también crees que Adrián está loco”, le pregunto, “¡noooooo!”, responde la muchacha riendo, con una risa espontánea, como extrañada.  

Adrián es morocho, alto, llenito, tiene el pelo lacio y negro, usa la patilla medio larga y es lampiño, tiene la cara de nene y parece como sacado de algún comic.   

Su balar es bajito y tranquilo. No se exaspera ni maldice. De vez en cuando sonríe. 

“Mi papá es muy tranquilo, igual que yo. Mi mamá es más impulsiva, pero son buenas personas”, dirá otra tarde camino de la Plaza de Armas.  

En la sala de su casa Adrián está de pantalón de mezclilla y playera oscura holgada, su atuendo habitual, menos cuando tiene que ir a alguna entrevista de trabajo. Entonces se pone de camisa, pantalón de vestir y zapatos boleados.  Dice que le gusta ataviarse así.

Adrián lleva algunos meses desocupado y dedica las noches, Adrián es nocturno, a hacer trabajos particulares, diseños, planos y esas cosas que hacen los arquitectos, yo qué sé. 

TRES ESPADAS

“Esta es una espada tipo… de un cruzado, vaya. Ambientada en el siglo 11, siglo 12, más o menos allá por 1100, todavía a principios de los 1200, se podía ver alguna de éstas. Esta otra es un sable de caballería española, está basada en un modelo de 1870, Ésta es una espada basada en un modelo italiano, del siglo del 14”.

Adrián está describiendo tres espadas que reposan en uno de los  sofás de la sala y que son de su manufactura, de su autoría, él las hizo, él las fabricó ¿Quién hay que haga lo mismo?, me pregunto. 

Al menos en Saltillo, nadie, me dirán sus amigos de la “Orden de Santiago”, una noche de viernes que los visito en Ciudades Hermanas. Nadie…

Sólo un niño de 28 años, arquitecto y papá de un bebé. 

Las espadas son relucientes y es todo lo que se me ocurre decir, porque yo no sé de eso y no me queda más que mirarlas con una mirada profana.

“Hizo falta documentarse mucho, porque no quería yo una espada que nada más que se viera bonita, así como algo de fantasía, sino más bien quería recrear una época ¿Cómo sería una espada de esa época?, ¿qué características?, ¿qué medidas?, ¿qué peso?”, dice Adrián. 

Cuando supo más o menos lo que quería, Adrián se metió a Internet a buscar personas que se dedicaran a hacer espadas formalmente y los consejos que le daban a un principiante sobre cómo conseguir el material, cómo trabajar. 

Pescaba lo que le servía, de que aquí y de allá. Y así fue que forjó su primera espada. 
A “Bokkeman” le dio por merodear en las chatarrerías de la ciudad buscando algún desperdicio de acero estructural con qué fabricar las espadas, los cascos y todas esas cosas que usaban, usan, los guerreros medievales. 

Su afición por la historia medieval le vino desde que estaba la secundaria, a los 12 años, él cree.
Le gustaba comprar revistas, la “Muy Interesante”, y ese tipo de publicaciones, donde, de repente, salían números especiales dedicados a la Edad Media, entonces Adrián los compraba y se los devoraba una y otra vez.

También se metió a Internet y leyó algunos libros, particularmente novales, ambientados en la época de la Edad Media.

“Es muy amplio lo medieval. En lo que todo mundo piensa es en la guerra, en los caballeros con espadas, los caballos, todo eso, los castillos y sí es una parte muy importante, pero también tenían costumbres, así como nosotros, entonces todo eso me pareció siempre muy interesante”.  

‘Yo hago espadas, hago armaduras’

La historia de Adrián es una historia sencilla, como él:

Adrián quería, con terquedad, tener una espada, pero no se la podía comprar, no tenía dinero, sigue sin tenerlo, y entonces se la tuvo que hacer él mismo. 

Quería además saber cómo se utilizan las espadas, conocer las técnicas y aprendió.

“Para cortar utilizo una pulidora con discos de corte. Esa es una de las maneras actuales de hacer una espada, conseguirse una solera o algo por el estilo, trazas la silueta, la cortas, le das la forma y después le das un tratamiento térmico. La otra es empezar desde cero, calentar en una fragua y forjar con el martillo, es un proceso muy… muy padre y te da muy buenos resultados, pero no tengo las herramientas, no tengo la fragua”.

Cuenta Adrián mientras muestra su herramienta: una pulidora, un tornillo para fijar piezas, un taladro, apilada en un rincón del zaguán angosto de su casa. 

Revuelta entre su herramienta hay un espada en proceso, dice Adrián que es una espada ropera, muy usada por los españoles, en la época del Renacimiento. 

Ahora me está enseñando las partes de una carátula plateada de un casco que no ha terminado, pero que va a terminar. 

Adrián no tiene taller, trabaja sobre un tronco de árbol que alguien le regaló con tal de que se lo llevara, y desde entonces el tronco yace tirado en el corral haciendo las veces de mesa o punto de apoyo.

Al rato Adrián ya estaba fabricando armas para sus camaradas de la “Orden de Santiago”, sobre todo bokkens, un sable de madera empleado en diversas artes marciales del Japón, que los de la Orden usan durante sus prácticas.

Por eso es que a sus compañeros, los caballeros de la “Orden de Santiago”, les dio por llamarlo “Bokkeman”, le dicen “Bokkeman”.

Le pido a Adrián que me hable de ellos. Dice que son buenos chavos, que no había estado en un grupo donde hubiera tantas personas, “son poquitos, pero siguen siendo muchos para lo que hacemos”, con sus mismos  intereses, con sus mismos gustos.

“En grupo de personas un poquito más normal voy y les digo ‘¿sabes qué?, yo hago espadas’, van a decir ‘ah, ¿qué?, está loco’, en cambio a estos chavos les digo ‘yo hago espadas, hago armaduras’, ‘ah qué padre, a ver enséñamelos’, les entusiasmó y yo me sentí más aceptado con ellos”. 

SU PASADO

20 años atrás Adrián vivía con sus padres en casa de su abuela, en la colonia Alfredo V. Bonfil, un sector de pandillas tradicionalmente peligrosas, situado en el poniente de Saltillo.

Entonces a Adrián le gustaba jugar futbol con los plebes del barrio y “ya sabes”, la típica escena de su padre enseñándole a andar en bicicleta, yendo atrás del él, sosteniéndolo del asiento, y ‘no me sueltes, no me sueltes. Ah ya voy solo’” y… suelo.

Aprendió a leer antes de entrar al Jardín de infancia por una tía de él que es maestra y que también vivía, vive, en casa de su abuela.  

SE VISTE DE GUERRERO

De vuelta en la sala de su casa, le digo a Adrián que me gustaría ver de cerca su traje de guerrero medieval, aquel con el que lo conocí peleando una tarde al pie de la fuente de Manuel Acuña, en la Plaza de las Ciudades Hermanas. 

Dice que enseguida lo trae, que está en su cuarto, que no demora. 

Cuando le pido que me lleve, quiero conocer su habitación, le digo, su respuesta es un rotundo no.
Dice que su cuarto está desorganizado, está tirado, regado, pero que ni tanto. 

Si él necesita algo sabe dónde encontrarlo.

Adrián regresa cargado con un saco, lo pone pesadamente sobre un sillón y empieza, como el mago del sombrero, a sacar objetos.

Primero su armadura, una cota de malla, que, dice Adrián, es como una especie de chaqueta protectora, el antecedente de las armaduras de acero, que usaban los guerreros de la antigüedad.
Está tejida, Adrián la tejió, con más de 20 mil anillos de alambre galvanizado y pesa, por lo menos, 20 kilos.

“Esta armadura a lo mejor no te protegía muy bien de un golpe, pero sí de un corte. Su finalidad era esa, protegerte de cortes de espadas, de cuchillos, de lanzas”, dice Adrián.  

La historia de su cota de malla es así:

Adrián estaba obsesionado con tener una cota de malla y la fabricó, eso es todo.  

“Bokkeman” necesitó más de 180 noches, “Bokkeman” es nocturno,  y más que paciencia para terminarla.  Ésta es quizá su ópera prima.

Empezó sin saber cómo, confiesa, pero al final la terminó. 

“Yo a veces, me pregunto lo mismo, que ¿cómo rayos?, pero… es nade más ser constante”, dice.
Mientras la tejía, usando unas pinzas mecánicas, escuchaba música o veía alguna película.  
La pregunto sobre sus inclinaciones musicales, Adrián responde que en cuestión de música es un poco ecléctico.

Le gusta mucho el rock, el metal y otras cosillas, algo que llaman folk medieval.

En seis meses la armadura estaba lista, cuenta Adrián.

El almófar, esa como casco de anillos de alambre, cuatro mil, galvanizado  que se extiende desde la cabeza hasta el cuello y los hombros; el tabardo y el cinturón de cuero, también los hizo él.
En aquella época Adrián estudiaba arquitectura, luego de haber abandonado la carrera de medicina, por un asunto de convencionalismos sociales y de orientación vocacional, algo así. 

“Como que todas las familias quieren un hijo médico o un hijo abogado, no sé. Me acuerdo el día que fuimos a ver resultados, checamos la lista y ahí estaba mi número, dije ‘ah… ok sí pasé’, pero mi mamá y mi papá casi brincando de la emoción”. 

Al cabo de año y medio sus libros de anatomía estaban repletos de dibujos de edificios.
“Un compañero me decía ‘mira tu talento desperdiciado’ y me hacía pensar, yo decía ‘este chavo tiene razón, a lo mejor yo debería estar haciendo otro cosa’. Me gustaba medicina, pero yo sentía que tenía que hacer lo que era mi pasión y mi vocación estaba en la arquitectura”.

Desde niño le había gustado construir  edificios con bloquecitos y todo eso que hacen los arquitectos, y en la secundaria se metió a dibujo técnico, entonces su pasión por la arquitectura, eso de hacer planos, diseñar, cobró forma. Fue ahí que se interesó en ser arquitecto.

Adrián desertó de la medicina para inscribirse en la escuela de arquitectura.

“Estaba haciendo lo que yo quería, estudiado lo que yo quería y a quién no le gusta hacer eso. Aprendí todo lo que pude”.  

Las fiestas no eran lo suyo. Jugaba beisbol en el equipo de la Facultad.

-Se decepcionaron tus padres, ¿no?-, le pregunto.

-“No lo dicen, pero yo siento que fue una decepción”, responde.

-Te apoyaron, dices… 

-Mi papá así como que a regañadientes...

Su primer empleo de arquitecto fue ser residente de obra, algo así como supervisor, en un proyecto de construcción de 100 baños para una colonia urbano marginada del poniente de Saltillo: Las Margaritas, en la que abunda el peligro, los conflictos, el alcohol, gente drogándose.

Sin duda una buena experiencia para Adrián, piensa. 

“Otra realidad. Sabemos que hay personas que viven con carencias, pero pues sabe… Estarán ahí en una colonia de no sé dónde”.

PASATIEMPO

-¿Es tu negocio esto de fabricar objetos medievales?-

“Esto es nada más como un pasatiempo, realmente no le saco dinero”. 

Cayendo la tarde al fondo de la sala se escucha de pronto la voz de un nene: “¡papá!”. 

Es el bebé de Adrián, un crío aperladito, cabellos megos y lacios como los Adrián, ojos, nariz y labios como los de Adrián, es Adrián cuando tenía 23 meses, pienso, no sé.

“¿Qué pasó bebé? Ven, saluda”,  suelta “Bokkeman”.

El bebé de Adrián se llama Santiago, como la “Orden de Santiago”, pero Adrián no le puso, aclara, fue la madre.    

“Bromeo mucho con mis compañeros de que ‘miren, yo le puse Santiago a mijo, como la Orden’”.
Cuenta Adrián riendo. 

Otra noche rumbo a la Plaza de Armas, a Adrián le gusta relajarse contemplando la arquitectura de la Catedral, del Palacio de Gobierno, de las casonas, me dirá que anda medio agüitado desde que él y su mujer se separaron y su hijo Santiago fue a vivir con ella.

-¿Has llorado?-

“La última vez que no lo pude evitar fue cuando me di cuenta de que mi hijo ya no iba a vivir conmigo. Me ganó el sentimiento”.

Adrián dice que el nacimiento de Santiago le vino a cambiar la vida.

 “Es un impacto muy grande, ahora sabes que hay alguien que está viendo lo que haces, tienes que darle un buen ejemplo, una buena educación. Sabes que hay alguien a quien realmente le importas, alguien que te quiere, alguien que espera verte, que se alegra. Yo lo veo cuando llego, que se alegra porque llegué o cuando estoy hablando por teléfono con su mamá y está ‘papito, ven’, es una sensación muy padre”. 

Años más tarde Adrián se alistó en las filas de la “Orden de Santiago”, donde, por sus conocimientos del esgrima italiano, fue nombrado miembro del Concilio de Ancianos y herrero oficial, por su experiencia en armas.    

-Tus amigos dicen que eres el herrero oficial de la Orden, ¿cierto?-
“Es un honor, porque siento que todavía el título me queda un poco grande, me falta mucho realmente. Estoy aprendiendo”, concluye.