Blanco
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Blanco
Un mundo blanco, pleno de fulgor se abrió. Fue hacia allí y se dejo caer. Un vientre de ave era ese espacio que no vacío, pero sí desprovisto de elementos punzocortantes, de estructuras y horarios.
Será que tenía qué sacarse de la cabeza los mapas y las medidas de los zapatos. Allí no necesitaba nada.
No supo cuánto tiempo estuvo allí. Amaneció por la tarde con la cabeza sobre una roca frente a una cascada. Había dormido lo suficiente para volver a caminar. Una figura había cuidado sus sueños. Los sonidos de un perro y de una familia que chapoteaban cerca fue algo glorioso de escuchar, ¿sería un resumen del mundo?
Avanzaron en silencio con los aromas que envolvían el sendero.
Cortes de pinos y encinos, en sus recientes heridas perfumaban más el camino. Cortes y más cortes a los costados del sendero. Brazos heridos de clorofila formando montículos aquí y allá.
Mejor voltear la mirada y elegir las piedras más claras, las flores que ya habían entregado la semilla y armaban una cubierta dorada en movimiento. Mejor seguir el aleteo de numerosas mariposas cerca de las manos.
¿Será ese elixir vegetal el que le permitió desvanecer el mundo?
Más delante, aparecieron lagartijas en una roca. Traían con ellas sus ropajes para tenderlos ante el hirviente sol. Eran todo ojos y quietud que miraba como su piel se adhería a la roca entre tanto ardor.
Luego se fueron con pausa y serenidad al arroyo, donde dejaron sus ojos. Allí se fundieron con el lodo.
Era el momento de aceptar en el mundo lo roto, lo quebrado. Tal vez desde aquí saldría alguna certeza, algún día. Pero incluso tendría qué renunciar a conocer cuál sería ese día.
Si el hombre en el ataúd ya estaba navegando en sus líquidos, ¿porqué no aceptaría ella navegar en la disolución de todo lo conocido? -Arrójate, no hay vuelta atrás, se dijo. Es un viaje de un solo pasajero.