¿Bendita sea la incoherencia?

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¿Bendita sea la incoherencia?

Hace cinco semanas hablé de la actual “Invasión de los ladrones de cuerpos”, uno de cuyos indicios me parecía la incomprensible manera de razonar de demasiada gente, de cualquier edad. Desde entonces me he encontrado con ejemplos conspicuos que me llevan a ver a más humanos “suplantados”. En un artículo de este diario contra la prostitución, la autora terminaba con el siguiente argumento: “Si una madre no tiene dinero y su situación es acuciante, ¿nos planteamos que pueda vender, muy consentidamente” (sic), “su riñón? Y entonces, ¿por qué sí puede vender su sexualidad (sic)? Los seres humanos no somos mercancías ni objetos de usar y tirar”. Que alguien diga semejante absurdo en una sobremesa no tiene mucho de particular. Pero que lo escriba y publique una juez y profesora de la Complutense, a la que se supone discernimiento para elegir los conceptos y las palabras, y cuidado extremo con las comparaciones… Una prostituta nunca vende su cuerpo ni su sexo, sino que los alquila. A diferencia de quien vende un riñón, que se queda para siempre sin él, ella conserva su cuerpo y su sexo, y por eso puede volverlos a alquilar. Otra cuestión sería por qué escandaliza tanto que eso se alquile (entendámonos, sólo cuando se haga voluntariamente, o por preferencia sobre otros trabajos), si todos alquilamos algo sin parar: el estibador sus espaldas, el minero sus manos y su salud, yo mismo los dedos con que tecleo y mi cabeza, por supuesto su tiempo cada trabajador por cuenta ajena. Sin duda pueden encontrarse argumentos contra la prostitución, pero el del riñón es puro disparate demagógico y tergiversador.
 
A raíz de la innovación léxica de la diputada Irene Montero, mi docto compañero de la RAE Álvarez de Miranda dio aquí una impecable lección, y otros muchos han salido al paso de la voz “portavoza”. A la inventora se le ha explicado que “portavoz” es un vocablo formado por un verbo y un sustantivo unidos, exactamente como “portaestandarte”, “chupasangre”, “lameculos” y muchos más, que, aplicados a una mujer, no necesitarían ser convertidos en “chupasangra” ni “lameculas”. Se le ha recordado que la terminación en z no es masculina ni femenina, como demuestran los adjetivos “voraz”, “mordaz”, “feroz”, “tenaz”, “locuaz” o “veraz”, cuyos plurales no son “vorazos” y “vorazas”, “ferozos” y “ferozas”, sino siempre “voraces” y “feroces”. Tampoco la terminación en e indica género, y así “artífice” o “célibe” valen para mujeres y hombres y son invariables. Cabría añadir que ni siquiera la terminación en a es por fuerza femenina, como con simpleza se tiende a creer: lo prueban palabras como “atleta”, “idiota”, “colega”, “auriga”, “estratega”, “poeta”, “pediatra”, “hortera”, “esteta”, “hermeneuta”, y no digamos “víctima” o “persona”, a las que se antepondrá “una” o “la” en todos los casos, así hablemos de Mia Farrow o de Schwarzenegger.
 
Que Montero y sus correligionarios suelten puerilidades no tiene nada de raro. Aunque la mayoría anden entre los 30 y los 40 años, suelen hablar, gesticular y comportarse como si todavía se agitaran por el instituto. Están en su derecho, por lo demás: cada cual puede decir lo que le venga en gana (eso no está multado aún, por fortuna), acuñar cuantos términos desee y utilizarlos a su discreción. Un escritor viajó a un bolo hace poco, y sus anfitrionas le preguntaban: “¿Qué, estás contenta de venir a nuestra ciudad?.” Al mostrar el escritor su sorpresa, le contestaron: “Ah, es que nos dirigimos a todo el mundo en femenino, para visibilizarnos más”. Son muy libres, faltaría más, a condición de que a mi colega se le hubiera autorizado a responder: “Y vosotros, ¿estáis contentos de tenerme aquí?”. Lo que ya apunta sobremanera a los “ladrones de cuerpos y mentes” es que personas de más edad, como notables dirigentes del PSOE (partido determinado a instalarse en la bobería perpetua) hayan hecho suyo el barbarismo y lo hayan defendido con entusiasmo. Y más preocupante todavía es que una catedrática de Filología que terció a favor del idiotismo lingüístico, a falta de argumentos, concluyera así: “Estamos buscando un nuevo sujeto histórico y no hemos encontrado el modelo perfecto. 
 
Bendita sea” (sic) “la inconsistencia y el debate”. Y al parecer remató “con orgullo”: “Ahora queremos una sociedad más justa, y llegaremos siendo incoherentes e inconsistentes”. Una catedrática que, acorralada por sus propias incongruencias y contradicciones, da una patada a la mesa, rompe la baraja y lanza vivas a la incoherencia y a la inconsistencia, es como para temer por sus alumnos y por nuestra Universidad. Decir eso equivale a decir esto otro: “Sostendremos una cosa y su contraria, defenderemos una postura y su opuesta, según nos convenga y a nuestro antojo. No nos pidan que seamos consecuentes, porque aquí se trata de avanzar sin escrúpulos, de lograr como sea nuestro objetivo”. No sé si les recuerda a alguien esta actitud. A mí, lo lamento (y por no traer a la memoria a otros siniestros y arbitrarios personajes del pasado), se me viene a la cabeza en seguida el incoherente e inconsistente Donald Trump.