Belleza y ansiedad
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Belleza y ansiedad
Hundido en el cómodo sillón de un cine doy un sorbo a mi cerveza. Se proyecta “The Lighthouse”. Pienso: «¡Cuánta belleza! Puedo sentir la ansiedad alimentándose del argumento, de la música, del mar terrible y de la pantalla siempre gris; ansiedad que crece conforme bebe el sórdido destilado compuesto de acres parlamentos y sonidos estridentes, de la voz áspera del viejo farero y de la frustración contenida en el joven que comparte el islote con él.»
Me quedo absorto unos segundos. Una nueva voz me inunda la mente: «¿Ansiedad? ¿Sordidez? ¿Pero qué es lo qué haces? ¿Solo eres capaz de expresar una inútil descripción de lo que ves y de lo que sientes? ¡Vamos! ¿Eres un niño? ¡Metáforas! ¡Pero metáforas complejas! ¡Interpreta! Bonita crítica la tuya: belleza y ansiedad. ¿Quién te va a tomar en serio? ¡Hay que usar más tinta! ¡Interpreta!»
Doy otro trago a mi cerveza. Me acomodo en la butaca y me obligo a interpretar. Mi pensamiento dice: «He aquí una metáfora de la soledad humana y de su perpetua frustración existencial. El peñasco no es otra cosa que el mundo, y sus dos habitantes, la humanidad; pero una humanidad terriblemente sola, pues nada hay que demuestre la existencia del “otro”: la humanidad es el individuo. No son dos personajes: es uno en irremediable soledad cuya conciencia está dividida. Una conciencia bifásica que se abraza con sus propios tentáculos, a veces para consolarse, a veces para agredirse; una conciencia que quiere eludir su pasado mediante un ejercicio inane: está varada en sí misma, atrapada en ese mundo-peñasco azotado por las olas de una existencia embravecida; una conciencia que desea la luz: ahí está, coronando el faro, brillante, cegadora, invisible en cuanto se le mira de frente. Pero la luz no es otra cosa que esa aspiración sin límites de la que habla Jesus Bal, es el anhelo sin contornos, es la esperanza, espejismo final y muerte, luz indescriptible: aquella que Dante no quiso cantar en su Commedia.»
«¡Tonterías!» —resuena una voz en mi cerebro— «¡Tonterías! Allí no hay nada más que belleza, ansiedad, sordidez, y una cerveza que desciende plácidamente por tu garganta. Interpretar es supersticioso, es creer en un más allá, en una vida después del arte. “Mundo-peñasco” ¿No te avergüenzas de escribirlo? ¿Luz que es aspiración sin límites, luz que es esperanza y anhelo? ¡Bravo! Esas ideas harán felices a los sobreinterpretantes que ven una profunda teosofía oculta tras un cuadro blanco en un fondo blanco, a los hipersemióticos que no se dan cuenta que es más sensato evadir el paso por debajo de una escalera que decir que dos personajes son una sola conciencia bifásica que se abraza y se agrede con sus propios tentáculos. ¡Mejor creer en sirenas a suponer una aparatosa creación metafísica subyacente a la obra de arte! Tienes miedo de que mañana alguien te pida una opinión sobre “The Lighthouse” y que tú no tengas otra cosa que decir más que “belleza y ansiedad”, ¿cierto? Miedo de que tu potencia como apreciador del arte se vuelva fláccida si no dices algo como “el hombre en la perpetua soledad de su conciencia”, o si no mencionas a Dante. ¿Me equivoco? ¡Acéptalo! Lo has inventado todo y podrías seguir inventando disparates por horas: al final todo es palabrería indemostrable para complacer a los supersticiosos.»
La película llega a su final y yo estoy fatigado. Tengo la sensación de una conciencia diseccionada. Salgo de la sala inundado de belleza y ansiedad.