Autorretrato: mímesis o simulación
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Autorretrato: mímesis o simulación
El tema es antiquísimo, existen incluso diversos mitos que lo vinculan a los orígenes del dibujo y la pintura: Plinio el Viejo, en su Historia Natural, recrea dos: el de una doncella, hija de un artista, enamorada de un joven corintio. Poco antes de despedirse hacia un viaje, la amante tiene la iluminación de poseerlo en efigie: trazando el perfil de su sombra en una pared. En otra versión, es Giges, primer rey de Lidia (Esmirna, Turquía), quien inventara el género cuando, al estar mirando su propia sombra en una pared proyectada por el fuego –fascinado- tomó un trozo de carbón para trazar y fijar la propia silueta en la piedra. Así, desde su origen, el autorretrato fue mímesis, calco, búsqueda de la identidad, relación de semejanza. Este trazado de perfil ha explicado también para muchos historiadores las figuras de lado en el origen de la pintura egipcia.
Asimismo, hay quien ha visto en él también un innegable gesto narcisístico y auto erótico: celebratorio.
Lo que vincula los orígenes del dibujo mimético y la pintura con la posibilidad -la intención- de reproducir, poseer y aprehender un modelo ausente, como el amado corintio del mito. Y más allá:
Habida la evolución de recursos y técnicas implicadas en el género, entra en juego un objeto esencial para el autorretrato: el espejo. Obras canónicas del género como el “Autorretrato con guantes” (Durero, 1498) o el primer autorretrato joven del sevillano Bartolomé Esteban Murillo (1650), por no hablar de la obra cumbre de Velázquez, dan fe del exhaustivo detalle, derivado de su uso.
La identidad y el reflejo
Así, si el primer retrato capturara apenas la deriva de la sombra, y en su evolución, lo entrevisto apenas en las aguas de un espejo, entonces, el pintor sólo puede (auto) retratar lo que él ve a través de un reflejo, incapacitado para percibirse de forma autónoma: aquel que quiera pintarse a sí mismo (hacer autorretrato) forzosamente tendrá que usar un espejo (speculum, specio, culum: “instrumento de la mirada”).
Primera extrañeza ante el fallo de la Bienal: entonces ¿Cómo juzgar como autorretrato una obra donde el autor prescindió de “verse y reproducirse a sí mismo”? Porque la obra ganadora de José Carlos Zubiaur puede gozar de muchos valores –solvencia técnica, reflexión-, pero evade asentarse en lo canónico elemental del género. Además que el manido cuestionamiento a la identidad en era de redes sociales y el consumismo aparece como un discurso ya muy visto y desgastado (leer “Cultura y simulacro”(1979) de Jean Braudillard o “El fin de la historia” (1992), Francis Fukuyama).
Llamó la atención, además, el enorme derroche teórico con el que jurado y autor pretendieron justificar la elección de la pieza, poco antes de desaparecer de las redes sociales este último. En contrarréplica, podría argumentarse que al artista le estaría permitida cierta interpretación subjetiva de las bases de un concurso. Pero no así al jurado. Porque de ser así, se estarían estableciendo dos raseros: uno, para los que, atenidos al carácter clásico del personaje homenajeado en la Bienal –requiriendo ésta como requisito las técnicas tradicionales que Rubén Herrera usara- y otro (sobre entendido), para quien, aprovechando la escasa claridad de la convocatoria –uno de los cuestionamientos más insistentes a ambas ediciones– decidió saltar estas convenciones, y aparte resultar premiado sólo por el mérito de su “transgresión”. Lo dijo mejor el joven reportero Mauro Marines (“El anti autorretrato, premio al riesgo”, Vanguardia, julio 26 ) “Según la RAE, un autorretrato es un retrato de una persona hecho por ella misma”; basándonos en estos significados, la obra de Zubiaur no debió ganar en absoluto, pues no se pintó a sí mismo.”
Antecedentes
En nuestro país, los grandes autores nunca desdeñaron el autorretrato como una forma de exploración, más allá de lo autógeno, en lo expresivo y en lo técnico: Rubén Herrera tiene varios, también Herrán y Ruelas; hay auto efigies de Covarrubias, Goitia, Covarrubias, Olin, O´Gorman, Siqueiros, Orozco, Rivera, las importadas Varo y Carrington, y hasta ese subvalorado vampiro, contrafigura de los muralistas, más cercana a los Contemporáneos: Manuel Rodríguez Lozano. Y es tan persistente el género dentro de la tradición plástica mexicana, que quizá dos de los dos artistas nacionales con mayor proyección mundial y éxito comercial, fundaron casi toda su obra en torno al autorreflejo y la mirada sobre sí mismos: Frida Kahlo y el coahuilense Julio Galán.
Por otro lado, hubo varios aspectos cuestionables en esta emisión de la Bienal: uno de los más sonados, el cierre anticipado de la convocatoria, a destiempo de acuerdo a los portales nacionales de información cultural. El segundo, que el presidente del jurado –el pintor y curador Erik Castillo- repitió una vez más como miembro de éste, algo no común en ninguna bienal de arte. Cabe destacar que Castillo ha sido curador y juez en anteriores bienales de pintura, como la Tamayo, donde Zubiaur también fue seleccionado, y su obra no le era desconocida (museotamayo.org/exposición/xvi-bienal-de-pintura-rufino-tamayo).
Otro aspecto que movió demasiado a la sospecha fue que el grupo de piezas seleccionadas (donde destacan por mucho los saltillenses Roy Carrum, Orestes de la Paz y Georgina Chapa) no fue hecho público sino hasta después de la premiación, e incluso, algunos de los autores fueron notificados hasta una semana después del evento de premiación.
Finalmente, la puntilla se dio el día de la difusión de la pieza ganadora, cuando un comentario de la dibujante Mónica Álvarez Herrasti en redes sociales, asoció el extremo parecido formal y temático de la obra ganadora en relación a la obra del artista alemán Oliver Latta.
Así, el discurso implícito detrás de la justificación del dictamen fue que el ganador tomó riesgos y asumió una visión contemporánea del género, como si ser contemporáneo implicara renunciar a la autorrepresentación. Ejemplo contrario de este argumento son las obras de notables artistas mexicanos actuales como Arturo Rivera, Nahum B. Zenil y Rafael Cauduro, más recientemente Daniel Lezama, o ya en lo novísimo, Paulina Jaimes, quienes insisten en la exploración figurativa –incluso hiperrealista- de esta vertiente.
El saldo de la Bienal convocada desde Saltillo, luego de dos ediciones, es desastroso.
La pregunta final es ¿Honra este concurso a la memoria y la obra de quien dice homenajear? ¿Estaría contento don Mario Herrera –que fuera uno de los más reputados críticos de arte en el país- con la mala fama y dudas asociadas al nombre de su padre?
Los múltiples yerros, omisiones, opacidades y cuestionamientos de dicha convocatoria nos dan una respuesta tajante: no.
Finalmente, el retrato, más allá de reflejo, o interpretación subjetivizada, es susceptible de ser emoción, carácter, deconstrucción, expresividad: perfil de la sombra, luz rebotada de un espejo donde podemos mirar, más allá del rostro o la apariencia –no hay nada más profundo que la superficie, dijo aquel poeta-, al ser del artista.
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