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Así pasan las sombras

Dalia Íñiguez... Su nombre muy pocos habrán de recordarlo, pero fue figura bien conocida en el Saltillo de hace 50 años.

Era cubana esta bellísima señora. Actriz de cine y teatro, vino a México en 1950 huyendo de la revolución de Castro. En 1950 aún no se producía esa revolución, lo sé, pero los artistas -especialmente si son mujeres- tienen un sexto sentido maravilloso.

Entonces había declamadoras. Bertha Singerman hizo escuela -ella la traía de Sarah Bernhardt y la Rachel- y tuvo continuadoras en ese género magnílocuo de la declamación, Rosa Furman y Dalia Íñiguez, entre otras. Aquí fueron grandes declamadoras Hilda Sala, doña María L. Pérez de Arreola, Lulú Valdez, Manuelita Villanueva de Puig y Carmen Aguirre de Fuentes, mi mamá. 

El repertorio de esas damas estaba formado con los “Piropos al rebozo”, “El seminarista de los ojos negros”, “Los motivos del lobo” y -ya como audacia modernísima- aquello de “Puedo escribir los versos más tristes esta noche...”, o los poemas de José León Saldívar recitados por Hilda Sala con sinuosos ademanes. También había declamadores cuyos nombres, por fortuna, escapan ahora a mi memoria. En cierta ocasión uno de ellos estaba diciendo con mucho sentimiento los versos de Gutiérrez Nájera: “...Quiero morir, y joven...”. Un incivil sujeto lo interrumpió desde la galería:

-¡Ya no se te hizo, güey!

Héctor González Morales, gran animador de la cultura, se animó a fundar un grupo de teatro “experimental” -así se decía antes-, el primero que hubo en la ciudad, y le puso de nombre “Dalia Íñiguez”. Se decía que Héctor estaba enamorado de la frondosa actriz, pero los conocedores aducían diversos argumentos para negar la especie. Quizá fue aquel un amor puramente espiritual, una de esas “afinidades electivas” que decía Goethe.

Organizó Héctor una especie de “happening” en homenaje a su hermano, el desdichado poeta Otilio González, uno de los asesinados en Huitzilac por la sevicia de Obregón. Puso en el foro del Paraninfo ateneísta una especie de túmulo funerario sobre el cual colocó un enorme retrato del poeta orlado por una fúnebre guirnalda. Había profusión de blancas flores y de exangües cirios que chisporroteaban como en los versos de Bécquer.

Con luz apagada y apagada voz recitó Dalia tres o cuatro poemas del malogrado bardo. En ese tiempo yo era un adolescente, y recuerdo que quedé muy impresionado por el sombrío espectáculo. Todos salimos de la función como se sale de un entierro.

Esa ocasión dio origen al nacimiento del Grupo Teatral “Dalia Íñiguez”, que para presentarse presentó “La antorcha escondida”, de D’Annunzio, un dramón acaecido en Italia, en la región Peligna, según decía el libreto. El nombre de tal región daba lugar a muchas chocarrerías. Luego se hizo “El color de nuestra piel”. En esa obra salí yo, el pelo pintado de rubio con polvos de diamantina, pues así lo exigía el personaje. Haber subido al palco escénico luciendo esa esplendorosa cabellera; haber arrostrado, estoico, las burlas y dicterios de amigos y enemigos, es prueba impepinable que presento cuantas veces alguien pone en duda mi apasionado amor por el teatro.

¡Cuánta gente se ha ido de aquellos tiempos idos! Algunos quedan todavía, y ni siquiera sé dónde andan. Sin embargo cuantas veces voy al teatro y oigo decir: “Tercera llamada, tercera”, una antigua voz suena en lo más recóndito de mí, y me veo otra vez tras bambalinas, con un pozo en el estómago y otro en la memoria, esperando que se alce el telón para salir a escena...

“Tercera llamada. Tercera... Comenzamos”. Ésa es la vida del teatro...

“Tercera llamada. Tercera... Terminamos”… Ése es el teatro de la vida.