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Así es hacer el súper en tiempos de coronavirus
Ir al supermercado en tiempos de una pandemia. La idea me parece más alocada en el imaginario que en la práctica. No hay escenarios desoladores a lo Mad Max, el sol está radiante con sus 30 grados y algunas aves, con su canto, desafían la zozobra que transmiten los noticieros con cifras de contagio y muertos.
La crisis es verdadera. Lo saben mejor que nadie China, Italia, España y Estados Unidos. Pero en una ciudad como Saltillo es difícil palpar el peligro. Los seis kilómetros que recorrí en mi auto, desde la casa hasta “Al Super”, fueron normales. Personas en la calle; tráfico habitual; el mismo limpia parabrisas de la esquina al que le digo que “no” con la cabeza y le hago una seña con la mano para indicarle que “a la vuelta sí se arma”
Después de una semana recluido en mi domicilio, nada parecía haber cambiado. En un instante, un frío pesado me recorrió las piernas y los brazos. Temí haber imaginado todo. ¿Y si las actividades seguían su curso normal y yo me había recluido en mi casa durante seis días (otra vez) por cosas que solo estaban en mi mente? ¿Mis videollamadas godínez también habían sido imaginadas? ¿Y si…
Las dudas se disiparon al entrar al estacionamiento del supermercado. Formados como soldado en una hilera contra la pared, armados con bolsas ecológicas, 20 personas, con su respectivo carrito, esperaban su turno para entrar al inmueble.
Supe que el gobierno de Coahuila lanzó, días antes, diversas acciones para manejar el contagio por coronavirus. Entre ellas, se establece que a este tipo de establecimientos solo puede entrar una persona por familia, misma a quien se le tomaría la temperatura antes de entrar.
Si soy sincero, pensé que el apocalipsis sería mucho más… espectacular. Como un pesimista de vocación, ansiaba desde años la ruina e interrupción de nuestra cotidianeidad. Nunca imaginé que tuviera que ver con que me apuntaran con un termómetro digital, me obligaran a ponerme gel antibacterial para comprar la despensa y pasaran un trapo (reutilizado) con alcohol etílico en mi carrito del supermercado.
No obstante, la parte de ciudadano responsable que vive en mí se alegró cuando, la mujer vigilante encargada de estas actividades le prohibió el paso a un pareja. “Por ley solo puede entrar uno”, les dijo. El chico de gorra y playera del Santos Laguna encontró una respuesta rápida y eficaz. “Pasa tú. Yo no voy a saber qué echar”. La chica, alta y de vestido gris, lo vio por unos segundos, hizo un breve gesto con los ojos y entró sin responder.
Los hombres no sabemos tomar decisiones
La primera sección en “Al Super” es la de frutas y verduras. Es también el área en dónde me queda claro que la normalidad se ha roto de forma sutil, pero determinante.
Un hombre de uno 30 años (a quien arbitrariamente nombré Marcelo), con el altavoz puesto, le pide a una mujer que le tenga paciencia, que ya está “aquí en los vegetales”, pero que no se acuerda de dónde están los tomates. Como además de pesimista me gusta considerarme voyerista profesional (por no decir metiche), lo seguí fingiendo seleccionar algunos productos.
Cuando por fin dió con el pasillo adecuado, se enfrentó a otra encrucijada. Hay dos estantes con tomates. Marcelo prefiere poner en video a la mujer al no saber qué hacer.
Con la cámara encendida, él le pregunta qué de cuál lleva, si huaje o bola. Tras un diálogo inentendible por parte de ella, el joven responde en tono frustrado “Pues qué quieres, no sé cómo escoger un tomate”.
Marcelo no es un caso atípico. Con el paso del tiempo me doy cuenta que la mayor parte de los compradores somos hombres y aunque sería falso decir que los conté, estoy seguro que, en ese momento, éramos más del 90 por ciento de las personas.
Y no crean que estoy señalando, como dicen los boomers, la paja en el ojo ajeno. Originalmente pensaba comprar frutas y verduras en el mercado. Pero al ver que estaban en buen estado, llamé a mi novia para decirle que haría las compras ahí.
“No, porque yo también quiero verlas, elegir la mejor. Tu no sabes cómo me gustan, si ni comes de esto”, sostuvo ella. Y tiene razón.
Esta escena se repitió en varias partes. En las pastas, carnes, artículos de limpieza. La mayoría de los hombres con el celular en la oreja, consultando; o con el video a forma de verificación.
¿Paranoia o medidas de protección?
Aunque lo primero que les conté me hizo reír de forma interna, la mayor parte de mi estancia en el supermercado me hizo sentir incómodo.
Las personas no quería estar cerca de otras. No querían estar cerca de mí.
Cuando me acercaba a tomar algo a una estante, las pocas gentes del pasillo mantenían un perímetro de distancia. Pero no era una distancia natural, era más bien como si esperaran que este ser sucio se moviera para hacer sus cosas.
“Qué bien”, pensé. “¿Pero no estarán exagerando? Ellos no tienen garantía de que no tosa sobre los productos y luego ellos los tomen y se contagien. O eso mismo. Qué tal si algún portador previo tocó el artículo que me voy a llevar y lo llevo a casa y enfermamos”.
Un muchacho me llamó la atención. Llevaba gorra y cubrebocas. Así que solo podía ver una parte de sus ojos. Además portaba guantes de latex. Según la Organización Mundial de la Salud los guantes no son efectivos, ya que si uno se lleva las manos a la cara se efectúa el contagio.
Aun así, como soy un ridículo, sentí que él estaba mucho más preparado que yo para enfrentar la pandemia. Y aunque me considero una persona informada, me dio miedo. Quise comprar guantes de látex en la farmacia, pero no había. Cubrebocas tampoco. Ni alcohol etílico.
Otro momento que incrementó mi incertidumbre fue ver que no había huevo San Juan. En la casa siempre llevamos de esa marca, pero esta vez no había. Solo marcas desconocidas, como diría mi mamá. Y justo como ella, si no las he consumido antes, no confío. Así que, o esa era la única marca de huevo sano, o alguién se había llevado una cantidad exagerada de huevo. Cualquier caso, me alertaba.
Hace dos semanas, supe del desabasto de diversos artículos en supermercados. Costco, por ejemplo, en donde se acabaron toallas desinfectantes y papel de baño, entre otros. Y ver que ahora se restringe la venta me preocupó. Por primera vez, el sistema capitalista me dice que, aunque posea dinero, no puedo comprar la cantidad de productos que se me antojan, ya sea que los necesite o no.
Rareza de mundo donde un virus nos educa en materia económica.
Y al final
El momento de pagar, en cambio, fue muy tranquilo. No hubo filas largas con carritos llenos. Delante de mí solo una persona. A unas tres cajas, otras dos. Y una más hasta allá a lo lejos. Nada usual para un sábado por la tarde. Nada usual para un lugar que frecuento desde hace años y que siempre está a reventar.
Después de desembolsar mil 300 pesos estimados para dos semanas de consumo, tuve que poner los víveres en las bolsas. En esta ocasión no hay trabajadores que lo hagan, porque el negocio los obligó a “descansar”, al ser parte de una población vulnerable frente a la pandemia. El redondeo, en este caso, es para ellos.
Al salir de la tienda, seguía el protocolo sanitario. Fila contra la pared, gel en las manos, termómetro en la frente, una sola persona por familia.
En verdad que nunca imaginé una crisis mundial como esta. La ficción me hizo desear algo más caótico y cinematográfico… pero no es queja. Estamos bien así.