Aristas, esquirlas

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Aristas, esquirlas

Por diversas razones no hubo más remedio que aprovechar estas vacaciones de verano para tomar un descanso. La vida contemporánea es de veras extenuante. Casi todos nos preguntamos por qué tenemos tanta prisa, pero nadie sabe responder y se ve impelido a seguir la marabunta.

Los pensadores contemporáneos analizan las circunstancias en que la humanidad se ha sumergido después de la llamada posmodernidad. Todo es tan vertiginoso y “líquido”, como diría Zygmunt Bawman, que el tiempo parece escapar de nuestro arbitrio más angustiosamente que nunca.

Para muchos, la posmodernidad ha quedado atrás y lo que ha sucedido a ésta es una etapa gelatinosa, ambigua y caótica en la que nadie está seguro de nada. Nadie, salvo los Innombrables que rigen los destinos del planeta.

No hay un sistema válido ya: la transdisciplinariedad, el multiculturalismo, la diversidad sexual, el feminismo y otros movimientos socioculturales parecen haberse convertido en máscaras de personajes cuyo propósito se oculta en una tenebrosa indeterminación.

¿Qué fenomenología, qué estrategia deconstructiva, qué teoría dialéctico-materialista podría revelarnos todo lo que se mueve en las sombras, debajo de las multitudes y los aparentemente sorprendentes espejismos del “progreso”, es decir, en el subsuelo de la vida cotidiana, arrobada y distraída por tantos avances tecnológicos?

Desde hace décadas, las artes han caído en el juego. Para nadie resulta hoy una novedad que las obras de arte son un simple objeto de mercado y especulación. Y nada más. Luego de todos los desencantos, el arte ha sucumbido ante la seducción del oro, el estatus, el prestigio y la estafa. Y cuando digo “el arte” me refiero también a los artistas, a muchos de ellos, o a otros tantos que se suponen artistas.

Porque hoy, en el mundo del arte, casi todo es pose o vasallaje. Pose, porque cualquiera está seguro de su genialidad manipulando algunas cuantas ocurrencias y ofreciéndolas a un público que al no querer aparecer como inculto todo lo acepta sin rechistar.

En cuanto al vasallaje, ¿quién no detecta las exigencias que imponen las instituciones culturales oficiales –y hasta las no oficiales- a los artistas, a los verdaderos y a los falsos artistas? ¿Quién no está al tanto, por ejemplo, del rejuego de las becas y los favoritismos, para no hablar de los inefables “curadores”, los “asesores culturales”, ciertos “directores de teatro” y otros especímenes de similar jaez?

El medio cultural es una iglesia compuesta de muchas capillitas lideradas por un sumo sacerdote que dicta sus normas y preceptos con hieratismo medieval, por muy “cool” que parezca. Ay de aquel que ose fracturar esa sólida estructura piramidal, pues así se presente como el más “disruptivo”, “maldito” y avant la lettre, siempre tendrá que rendir pleitesía al gran arzobispo del Dogma.

Debo confesar que algunas de las afirmaciones de la crítica de arte mexicana Avelina Lésper me parecen excesivamente radicales, pero muchas otras resultan de una palmaria veracidad. Sólo basta echar una mirada a nuestro medio cultural y al de todo el país, por no decir del mundo, enfrascado en el inconmensurable negocio del mercado del arte y de la Gran Impostura estética.

Mercadotecnia y manipulación: dos palabras clave en nuestros días, ambas inmiscuidas en cualquier actividad humana, desde la escuela hasta la política, desde el amor hasta la neurosis del consumo. Algunos llaman “gestión” a ciertas acciones; otros, “negociación”. Para el caso es lo mismo: las artes, la cultura, el conocimiento se han convertido en falsos escaños para medrar.

Véase el delirio por los grados académicos, que se han convertido ya en verdaderos títulos nobiliarios. Asistimos a una desenfrenada carrera por alcanzar la más alta jerarquía: hay que darse prisa por rebasar el doctorado, si no es así, estaré en desventaja “para toda la vida”.

Es necesario “investigar” mucho y publicar en “revistas arbitradas” porque ésa es una de las formas de ascender en el escalafón. ¿Qué se investiga y cómo? Eso no es tan importante. Lo que importa es correr, volar, llegar. Y ser llamado “doctor”, por supuesto. Esto, sin ninguna duda: es urgente ser llamado “doctor”.

Pero ¿quién es el “árbitro” en toda esta jauría de ambiciones? ¿Qué organismo determina si esto vale o no la pena de ser divulgado? En un mundo polarizado por escuelas, movimientos y corrientes de pensamiento, ¿alguien puede sostener que sólo existe una forma de investigar, un solo método de investigación?

En esa neo-escolástica se debate nuestra época. Una “neo-escolástica” que es, en realidad, un pleito bastante viejo aunque disfrazado de muchas maneras. Hoy se habla de investigación “cualitativa” y de investigación “cuantitativa”, por ejemplo… Y vaya dicotomía, ¿eh?, vaya sesuda discusión.

En la Universidad, por ejemplo, el ensayo es un “género” que no es aceptado como una opción investigativa para la titulación. Sólo se aceptan “tesis”, “monografías” y algún engendro más, ya atacado por la parálisis. En eso se convirtió la Academia o eso fue siempre: el ámbito de una inamovible cuadrícula intelectual y (anti)creativa.

¿Quién dictaminó tal despropósito? La mentalidad positivista, claro, y la furia de “la objetividad empírica”. Lo extraño es que esta clase de estructuras monolíticas sigan en pie cuando todos sabemos que durante las últimas décadas el mundo ha cambiado brutalmente. ¿Qué sucede, pues? Ah, sí, sí, nosotros habitamos los territorios del subdesarrollo.