Apuntes desde la memoria inflamada
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Apuntes desde la memoria inflamada
No sé cuál será la razón para imaginar que las mejores cosas me han sucedido por la tarde; sin embargo, esa proclividad me es manifiesta.
Estoy seguro que conocí a Isabel en el Ateneo un jueves por la tarde en el otoño de 1978, compañera de mis amigos Gerardo, Toñe, Dora, Paty y de Lalo Garza, en la sección 12.
El resto son los apuntes de una memoria inflamada por el amor, en cuya razón la divinidad se dedicó a crear las cosas conocidas hasta ahora.
Diez años después, Isabel era mi esposa el día de San Judas Tadeo bajo una torrencial y atípica lluvia en el puerto fronterizo de Piedras Negras, mi segundo terruño.
En el camino me encontré a Hegel, no mi filosofo favorito, pero sí uno que contenía el antiguo secreto del viejo profesor de Castelar que me indujo en los caminos de esa ciencia de la sabiduría y el entusiasmo: “Amor significa conciencia de mi unidad con el otro, de tal manera que no estoy para mí aislado, sino que consigo mi autoconciencia al abandonar mi ser por sí y saberme como unidad mía con el otro y como unidad del otro conmigo. El primer momento del amor es que no quiero ser una persona independiente para mí y que si lo fuera me sentiría carente e incompleto. El segundo movimiento consiste en que me conquisto a mí mismo en la otra persona y valgo en ella, lo cual le ocurre a ésta a su vez en mí”. Y con ello autentifiqué científicamente ese sentir de mi costado izquierdo o tal vez sólo se justificó.
En ese sentido, el fin del matrimonio y la familia es el marcado por la esencia del amor, entendido éste no sólo como un mirarse el uno al otro, sino como un enfocar juntos en una dirección: por amor realizan dos una misma obra, una idea, un proyecto de vida, ese proyecto entonces es el que hemos contemplado desde hace 28 años.
Lejos suena la canción de Eric Clapton y ese estribillo letal de su melodía “Change the world” que hoy recuerdo: “Si puedo alcanzar las estrellas/ Sacaré una para ti/ Para que brille en tu corazón/ Entonces podrás ver la verdad/ Que es el amor que llevo adentro/ Es todo lo que parece/ Pero por ahora descubrí/ Que existe sólo en mis sueños”.
Fue así como fundamos una familia, en ese juego del tú y yo, además de los sueños y las realidades, porque creemos que es en el seno de ésta donde el ser humano debe nacer y crecer, rodeado de un clima de afecto y basado en la enseñanza de nuestros padres, con la que recibimos las primeras nociones sobre lo que eran la verdad y el bien, donde fuimos amados y aprendimos a amar.
Entendimos así que desde nuestras creencias, la base de nuestro matrimonio también es bendecida porque, de acuerdo a la doctrina que profesamos, el matrimonio no es un estado de egoísmo, sino un llamado a superar los egos para abrirnos al amor transformante de Dios y colocarlo en el núcleo familiar y proyectarlo hacia la vida y en perspectiva. El amor conyugal encuentra su razón de ser no sólo en sí mismo y en su dimensión social, sino que recibe su fundamento y orientación del mismo designio eterno de Dios.
Regresa Clapton con su guitarra: “Y yo puedo cambiar al mundo/ Yo seré la luz brillante de tu universo/ Tú pensarás que mi amor era algo realmente bueno/ Nena, si yo pudiera cambiar al mundo./ Y su pudiera ser rey/ Aunque sea por un día/ Te tomaría como mi reina/ No habría otra posibilidad/ Y nuestro amor gobernaría/ Este reino que hemos hecho/ Hasta ese entonces seré un tonto/ Esperando aquel día... si yo pudiera cambiar el mundo”.
Como manifesté, esa razón inflamada sigue emitiendo palabras que describen a esa pequeña armonía a la que me uní en matrimonio y hoy comparto en nombre del amor después de los muchos días.
Nominaré a Borges para este festejo: “Ni la intimidad de tu frente clara como una fiesta ni la costumbre de tu cuerpo, aún misterioso y tácito y de niña, ni la sucesión de tu vida asumiendo palabras o silencios serán favor tan misterioso como mirar tu sueño implicado en la vigilia de mis brazos”.