Antonio Porchia, escribir desde la vida

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Antonio Porchia, escribir desde la vida

Foto: Internet,

Termino de leer Voces (si es que un libro como este se termina alguna vez) y encuentro una profundidad intimidante que no sé muy bien de dónde viene o cómo explicar. Tampoco entiendo del todo a qué me enfrento: apenas un puñado de páginas con algunas líneas difíciles de organizar. Parecen aforismos, pero se acercan más a la poesía y en momentos se convierten en sentencias filosóficas. “Nadie te ha dado nada por nada si nadie te ha dado el corazón, porque sólo el corazón se da por nada”, repito en voz alta. El escritor es Antonio Porchia, un italiano que siendo muchacho emigró a Argentina. Conoció la vida, el trabajo intenso y la soledad. Según la leyenda, sus amigos artistas lo convencieron de poner en el papel sus frases luminosas. Con un solo libro en edición de autor, aquel hombre secreto nos regaló una de las piezas más enigmáticas de la literatura.

Cuenta Daniel González Dueñas que la obra de Porchia transita por las sombras y que todo lector se cree el único conocedor de las Voces. Desde 1943 circulan en fotocopias de las fotocopias de un original. De mano en mano, de murmullo en murmullo, el libro llegó a otros países. Roger Caillois lo tradujo al francés y W.S. Merwin al inglés. También lo leyeron Henry Miller y Alejandra Pizarnik. Esta serie de datos son perfectos para que el mito crezca, para que el misterio haga de las suyas, pero al leer a Porchia esas pretensiones desaparecen y creo, ahora, comprender por qué. 

Durante muchos días dejé que los ¿poemas? ¿epigramas? echaran raíces en mí. ¿A qué suenan? ¿De dónde proviene su eco? No parece hijo de la tradición lírica. Tampoco tiene la esencia de las luminarias latinoamericanas. La sabiduría de sus palabras proviene de otra fuente. Entonces al leer “El hombre no va a ninguna parte. Todo viene al hombre, como el mañana”, recordé los consejos del Tao Te Ching: “Sin salir de la puerta / se conoce el mundo. / Sin mirar por la ventana / se ve el camino del cielo. / Cuando más lejos se va, menos se aprende”. De Lao-Tse se cuenta que nació viejo y sólo así, junto con sus libros, pudo dictar el Tao. Porchia era uno de esos hombres que ha entendido algo de la vida. “A veces necesito la luz de un fósforo para alumbrar las estrellas”, decía. Su luz poderosa cabe en una palabra y logra, como dice, iluminar la existencia.

Porchia, al igual que Lao-Tse, es casi un rumor. Hombre fuera de los reflectores y dentro de la poesía. Se cumple otro eco del Tao: “Los sabios perfectos de la antigüedad eran tan sutiles, agudos y profundos que no podían ser conocidos”. Como una plegaria profética, la cascada de verdades profundas continúa en las Voces: “Hay cosas que no caben en lo infinito. Y cabrían en mis manos, si las tuviese en mis manos”, “Quien ama sabiendo por qué ama, no ama”, “Si yo fuera quien se conduce a sí mismo, no iría por la senda que conduce a morir”.

¿Cuántas voces hay dentro de las Voces y de quiénes? Porchia me lleva a Lao-Tse y él a la poeta del haikú Chiyo-ni y ella me recuerda a Octavio Paz y sus reflexiones sobre los “sabios rústicos”. La poesía a veces es como ese círculo de herencias y deudas. Leo una última frase: “Vengo de morirme, no de haber nacido. De haber nacido me voy”. El Tao, en contracara, contesta: “Volver a su destino es conocer la eternidad. Conocer la eternidad es ser iluminado”.