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#AnivDeLaRev

“¡Sorpréndeme, noviembre!”, dicen (sin coma que medie en tan sencilla sentencia) los ciberñoños de la supercarretera de la cursilería.

Pero en efecto, llegó por fin el mes de los Panchos y las Adelitas, aunque muchas madres trasnochadas así disfrazaron a sus engendritos desde septiembre porque la precisión histórica es algo que sencillamente no les quita el sueño.

La efeméride de noviembre es el consabido Aniv. de la Rev., fabuloso mito forjado en la fragua del oficialismo.

La Revolución se “enseña” o se enseñaba de una forma estrictamente curiosa y dogmática desde la educación primaria. Se planteaba como un fenómeno sin muchos matices, de buenos contra malos, en el que una legión de prohombres, paladines de los desamparados (haga de cuenta, los Súper Amigos, pero con mostacho) se la partían “con Tokio” contra las oscuras y opresivas fuerzas dictatoriales.

El Panteón Revolucionario lo conforman, pues, nuestras glorias coahuiltecas, don Panchito Madero y Bomberustiano “V” Carranza; Pedro Armendáriz (alias el Centauro del Norte) y por el sur Emiliano “El Potrillo” Zapata; el General Álvaro “El Cañonazo” Obregón (padre no reconocido de “Dedos” Addams); Plutarco “Darth” Calles y “El Tata” (#QuieroMiCocol) Cárdenas.

¡Pero qué súper amigos ni qué carabinas 30/30! Si alguna vez hubo alianza entre estos próceres fue momentánea y meramente estratégica, y si hoy son mártires se debe a que entre ellos mismos se dieron en la madre, unos contra otros tratando, no de libertar al pueblo del ignominioso yugo de la ignorancia y la pobreza, sino para posicionarse lo más alto posible durante una revuelta que mantenía a México acéfalo (como hoy).

Algún gobierno postrevolucionario (no me acuerdo cuál) se dio cuenta que al País le hacían falta dos cosas: Identidad y llenar un capítulo entero del libro de texto de Ciencias Sociales.

Así se comenzó a impartir en el paquete de instrucción elemental, y como pieza fundamental de nuestra educación cívica, el mito de la Revolución Mexicana.

Valiéndose de que la Revolución posee una iconografía única, su inconfundible “soundtrack” y una mitología bien delineada (caudillos románticos; machos, valientes e idealistas; patriarcas sabios, nobles y barbados; villanos crueles, ambiciosos y feos por necesidad, y un pueblo menesteroso, hambriento y falto de dirección), fue que se pudo posicionar bien fácilmente en el imaginario nacional como una epopeya de valientes, una gesta heroica y un duro trance del que el pueblo azteca salió renacido.

¡Pamplina mayúscula! La Revolución fue una telenovela de intrigas y sanguinarias traiciones, de las que sólo resultó que muchos caudillos muertos de hambre pasaran a “rankearse” mejor en la pirámide alimenticia (les hizo justicia la Revolufia), y algunas familias venidas a menos hubieron de emparentarse con estos nuevos prominentes para conservar sus antiguos privilegios (beneficio mutuo: los de abolengo se preservan en su burbuja de prerrogativas y  los recién llegados adquieren nombre, prestigio, aceptación social).

No, pese al millón de vidas que costó, la mítica Revolución no fue tal y los ideales acerca del bien común pesaron menos que las ambiciones personales. De ese oscuro episodio nada bueno podía surgir, ni justicia campesina, ni igualdad social, ni democracia, sólo algunos de los peores vicios de nuestro sistema y la síntesis de todos ellos, el partido cuyo nombre es toda una contradicción (rebeldía burocratizada): el Revolucionario Institucional.

Y es por todo lo anterior que desde muy niños se nos inculca la veneración a esa gran mentira inscrita con letras doradas en los anales (¡ajem!) de la Historia con el suntuoso nombre de La Revolución Mexicana.

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