¡Ánimas benditas!
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¡Ánimas benditas!
La otra vez, a propósito de Noviembre, Mes de las Ánimas, me estaba acordando de una historia que me contó un viejo sepulturero del panteón de San Esteban.
Y bueno, la verdad es que me contó muchas otras historias de aparecidos y sucesos extraordinarios que ocurrían en este cementerio durante las noches que él trabajó como velador.
Pero me platicaba que alguna vez le ordenaron exhumar los restos de una antigua y elegante tumba, al parecer datada a principios del siglo pasado.
Y vaya sorpresa que se llevaron él y sus compañeros.
Pues nada, ocurrió que al momento de abrir el sepulcro se encontraron con una elegante caja mortuoria, de fierro, todavía entera y reluciente.
Platicaba él que era una caja muy grande y bonita.
Cuando abrían el ataúd y esperaban encontrar los restos de alguna persona, descubrieron dentro otra caja de madera, el barniz intacto.
Que cosa tan extraordinaria, se decían los enterradores mirándose unos a otros.
Y se dispusieron a forzar la tapa de aquel cajón.
Oiga pos nada, que adentro del segundo féretro se hallaron otro más chico y angosto, también de tabla.
Los sepultureros estaban desconcertados y no sabían qué hacer.
¿Qué macabra broma era esa?, se preguntaban.
Cuando levantaron la tapa del sarcófago, me decía el viejito, a mí no me crea, se toparon con el cadáver, completito, incorrupto, de un señor chaparrito y de bigotes güeros, un muerto con clase, digamos y bien enterito, parecía como si hubiera fallecido el día anterior.
Inmediatamente que le dio el aire al muerto, relataba aquel señor, comenzó a despedir un hedor que los hizo correr a todos entre vómitos y el cementerio todo se impregnó de aquella pestilencia que duró varios días, a mí no me crea.
Los enterradores volvieron a depositar al muerto dentro del estuche más chico, y lo devolvieron a su tumba, en la que al día siguiente se efectuaría un nuevo entierro.
Eso me lo contó un viejo sepulturero del panteón de San Esteban.
Aiga cosa.