Usted está aquí

Altruismo envenenado

“Diligencia es procurar el bien ajeno aún a costa del propio”: así define el diccionario de la Real Academia Española el término “altruismo”. En consecuencia, altruista es quien muestra poseer tal diligencia, tal disposición a favor del prójimo.

Una de las personas a quien se puede considerar la personificación misma del altruismo, la madre Teresa de Calcuta, expuso con certeza y economía de palabras una buena definición de altruismo: “Dar hasta que duela. Y cuando duela dar todavía más”.

Buena cosa es pues, el altruismo. Si todos lo practicáramos, sin duda este mundo sería mejor, es decir, sería un espacio en el cual todos nos reconoceríamos como iguales y, en el mismo momento en el cual la desigualdad apareciera, todos haríamos lo necesario para revertirla.

No es posible pues, criticar el altruismo; no se puede argumentar en contra de la buena intención detrás de las acciones emprendidas por cualquier ser humano a quien mueve la compasión, la solidaridad, el deseo de ayudar a los demás.

Porque el altruista es una persona compasiva, entendido este último término como la capacidad de percibir la desgracia ajena y, por ende, la necesidad de auxilio, solidaridad y apoyo por parte de los demás.

El altruista es un ser desprendido, es decir, alguien capaz de actos de sublime generosidad, capaz de conmover a los demás y, por ende, de concitar la solidaridad del resto de su comunidad para, literalmente, mover montañas si eso hace falta.

El altruista es un soñador dedicado a trocar en realidades tangibles las ideas tan sólo imaginadas por la mayoría, pues su vocación por procurar el bien ajeno está acompañada, por regla general, de una tenacidad a prueba de decepciones y tropiezos.

El altruista es, en síntesis, un foco de infección positiva: va por el mundo contagiando a los demás de una convicción contra intuitiva: no existen límites para lo posible. Y, al grito de “si lo puedes soñar, lo puedes hacer”, recorre el planeta motivando a sus semejantes.

Son los altruistas también, por regla general, personas a quienes no interesa la fama ni el oropel. Lo suyo es transformar el mundo en un mejor lugar para todos y a eso dedican todo su tiempo, energía y recursos.

Los altruistas son pues, personas a quienes no se puede sino admirar, individuos a quienes nos sentimos obligados a imitar, respetar, reconocer e incluso rendir tributo.

Peeeeeeeero, aún cuando el altruista es motivado siempre por una buena intención, no siempre sus acciones pueden considerarse admirables o dignas de imitación. Existen ejemplos de altruismo afectados de un cierto extravío, tal como comprobó acá, su charro negro, hace unos días.

En medio del ajetreo de un día cualquiera, mi compadre Juan Carlos Guzmán -de quien ya les he platicado en pretéritas colaboraciones- apareció por mi cubil y preguntó sin preámbulos, “¿ya desayunaste?”. Ante mi respuesta negativa dijo en tono imperativo: “vente: vamos a echarnos unas gorditas”.

La carne es débil, diría algún clásico, y por ello le puse pausa a los pendientes de la jornada y nos enfilamos hacia un conocido -y concurrido- expendio de gorditas ubicado en la zona universitaria de Saltillo. Nos instalamos en una mesa y ordenamos nuestra buena dosis de almidones, grasas saturadas, carbohidratos y todos esos compuestos orgánicos a los cuales le tienen declarada la guerra los promotores de la vida sana.

Rápidamente me saltó a la vista un elemento distintivo del lugar: un garrafón -de esos en los cuales se vende el agua purificada- a medio llenar con tapas de refresco… de la marca exclusiva del lugar, supuse.

Un letrero, elaborado en un trozo de cartulina -fosforescente, of course-, explicaba la razón del garrafón colocado en un lugar visible: “2500 taparoscas una quimioterapia (niños con leucemia)” rezaba el letrero con grades letras negras. Un par de nombres, seguidos de sendos números celulares, completaban el aviso.

—¡Ah, mira! —díjeme a mi mismo—: un ejemplo de altruismo colectivo de esos en los cuales, las pequeñas contribuciones individuales se transforman en conquistas monumentales para alguien.

Una mirada un poco más detallada me llevó en la dirección contraria casi de inmediato. La pregunta saltó en automático: ¿y cuántas taparoscas vamos a necesitar después para tratar a los diabéticos generados por el consumo de refrescos motivado por el deseo de contribuir a sufragar una quimioterapia? ¿No sería más útil para todos, dejar de tomarnos el refresco y depositar en una alcancía el dinero con el cual lo pagaríamos?

Parafraseando a un clásico, de altruismos mal entendidos también puede estar pavimentado el camino del infierno… O al menos el de la diabetes.

¡Feliz fin de semana!

 

carredondo@vanguardia.com.mx

@sibaja3