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Aligerar la embarcación en tiempos no tan buenos
En septiembre de 1965 falleció el humanista y premio Nobel de la Paz, Albert Schweitzer, quien llegó a comentar: “Lo que comúnmente nos hemos acostumbrado a ver como madurez en el hombre es, en realidad, una resignada sensatez. Uno se va adaptando al modelo impuesto por los demás al ir renunciando poco a poco a las ideas y convicciones que le fueron más caras en la juventud. Uno creía en la victoria de la verdad, pero ya no cree. Uno creía en el hombre, pero ya no cree en él. Uno creía en el bien y ahora no cree. Uno luchaba por la justicia y ha cesado de luchar por ella.
“Uno confiaba en el poder de la bondad y del espíritu pacífico, pero ya no confía. Era capaz de entusiasmos, ya no lo es. Para poder navegar mejor entre los peligros y las tormentas de la vida se ha visto obligado a aligerar su embarcación. Y ha arrojado por la borda una cantidad de bienes que no le parecían indispensables. Pero que eran justamente sus provisiones y sus reservas de agua. Ahora navega, sin duda, con mayor agilidad y menos peso, pero se muere de hambre y de sed”.
¿DÓNDE ESTÁ?
Esta sumisa sensatez de alguna manera desemboca en la enfermedad que el mundo tiene que, como lo comenta Martin Descalzo, no solo radica en el deterioro de la fe del ser humano o en la crisis de virtudes por la cual atraviesa, sino, más bien, tiene que ver con la agonizante esperanza, con la ausencia de ganas de vivir a plenitud la existencia y luchar por ideales excelsos, posiblemente provocada porque hemos interrumpido la búsqueda de lo mejor que podemos llegar a ser; por pensar que Dios no existe, que ha muerto.
El resplandor humano languidece por ausencia de esperanza, por indigencia de ánimo, por falta de combustible para construirnos mejores personas y un México más humano y justo.
RESIGNACIÓN
El abandono de la esperanza induce a las personas a pasar, primero, a la estancia de la mediocridad, para luego llegar de lleno al mismísimo infierno del pesimismo, que abona los pensamientos de “todo es lo mismo”, “todo da igual” y permite tolerar las experiencias más intolerables.
La desesperanza es la madre de la apatía, estado al cual se llega una vez que se pasa por el escepticismo (en ocasiones disfrazado de intelectualización) y que luego arrastra hacia la malsana resignación.
Cuando un corazón empieza a enfriarse, hay carencia de proyectos, la persona se desvitaliza, se rompen los vínculos y encuentros con sus semejantes. En estos casos las consecuencias suelen manifestarse en fenómenos como la indiferencia, el desapego, la irresponsabilidad y la ausencia de compromiso. Entonces, la persona cae en el abismo del nihilismo, de la depresión. En el suicidio espiritual.
¿DESESPERANZA?
¿Y podría ser distinto? ¿Acaso no nos alimentamos cotidianamente de las peores noticias y tragedias: la violencia, la incapacidad del gobierno para hacer efectivamente su labor, la inseguridad cotidiana, el terrible cáncer de la corrupción que carcome el alma y las familias de la mayoría de nuestros políticos y funcionarios públicos, la pandemia, la violencia, las enfermedades, las catástrofes naturales, las nuevas formas de terrorismo, y todas esos fenómenos que agresivamente intentan degradar nuestra condición humana?
También, a esta realidad, se agrega la pestilente porquería que pasan en la mayoría de los programas televisivos (y en algunos radiofónicos), el presenciar tanto miedo alrededor, observar a gente avinagrada y leer en los periódicos infinidad de desdichas y calamidades teñidas de rojo, todo esto contribuye a que, voluntariamente, nos hayamos vacunado en contra de nuestra propia humanidad hasta llegar a la certeza que somos perversos.
Además, la infinita transferencia de datos, imágenes terribles y palabras sin sentido, nos tiene atolondrados, aturdidos, contaminados. Precisamente desesperanzados.
¿ENTONCES?
Mora en el ambiente un influjo que incesablemente susurra: “haz lo que quieras para enriquecerte, goza desenfrenadamente, que ya en vida estas muerto, que nada tiene sentido, que somos seres intrascendentes. ¡Mira todo lo que sucede en torno tuyo, percátate de la miseria que llevas dentro! ¡Date cuenta que el único Dios que existe, es el inexistente, el que ha muerto para abandonarte a tu propia ventura!”.
Vaya enredo, pero es cierto: todos los días el mundo, con muchísimas expresiones, subliminalmente, deposita en nuestro inconsciente el macabro mensaje que Dios ha muerto, que ha sido “asesinado” por nosotros mismos. Que la vida no tiene sentido. Entonces, bajo esta creencia ¿existirán razones para la esperanza y causas para la alegría?
¡HEMOS OLVIDADO!
Recuerdo una singular historia que haba de un hombre que en una ocasión susurró: “¡Dios, háblame! Y entonces el árbol cantó cuando el viento pasó. Pero el hombre no oía. Luego el hombre, habló más fuerte, pidiendo: ¡Dios, háblame!, y un rayo cruzó el inmenso cielo. Pero el hombre no oía. El hombre miró a su alrededor y dijo: ¡Dios, permite que te vea! Y una estrella se iluminó con gran resplandor, pero el hombre no la notó. Entonces el hombre gritó: ¡Dios, muéstrame un milagro! Y en ese minuto nació un bebé. Pero el hombre no lo supo. Luego el hombre pide a gritos, desesperado: ¡tócame Dios y hazme saber que estás aquí! Dicho esto, Dios bajó y tocó al hombre, pero el hombre espantó a la frágil y hermosa mariposa que volaba a su alrededor y continuó caminando, cabizbajo, sin haberse percatado que todo aquello que le rodeaba era producto de la presencia de Dios”. Efectivamente, ante todo este ruido hemos olvidado que Dios ahí está, más vivo que nunca, en el silencio no buscado, en la serenidad voluntariamente renunciada. En los otros.
ABUNDANCIA
Esas gafas negras impiden que veamos la existencia de millones de personas que viven dando y dándose. Que ciertamente hay muchas actitudes pesimistas, pero también infinidad de jóvenes que le sonríen a la vida emprendiendo grandes ideales. Que hay tragedias, pero que de ellas emergen héroes que nos descubren como seres amorosos.
Qué hay gente blindada en sus corazones, pero también -y son las más– las que tienden la mano al necesitado. Que hay empresarios egoístas, pero muchos otros generosos. Qué hay cientos de incrédulos que pregonan el deceso de Dios, pero que también existen millones de personas que oran por ellos. Que hay sacerdotes infames, pero que son muchos, muchos más, los que llevan una vida santa.
Que la tierra se contamina espantosamente, pero que existe gente que, codo a codo, limpia arroyos. Que hay políticos corruptos, pero otros que no lo son, que hay gente inhumana, mala; pero también una sociedad de millones de personas que buscan el bien de México. Que tenemos mucho de Judas, pero también bastante de Cristo. Que algunos quitan, pero muchos más son los que generosamente comparten.
EL DÍA…
Incuestionablemente, en el mundo –y particularmente en México- hay llagas abiertas, miserias, pero también personas que asumen su condición humana con dignidad. Sin vinagre. Mirando hacia las estrellas, y emprendiendo con las manos, sin casarse con el pesimismo, sacando el mayor provecho de eso que les ha sido dado. Experimentando la aventura y el misterio de la existencia.
El día que decidamos apagar al botón de la televisión y encender nuestros corazones; el día en que creamos visiones de vida; el día en que decidamos creer que es más noticia esos miles de padres anónimos que aman y cuidan a sus hijos, en lugar de ese nombre apuntado en la primera plana por haber descuidado a su familia, entonces habremos revivido a la esperanza.
QUE ES TODO…
Entonces comprenderemos que somos temporales, pero también eternos y que, por esta honda verdad, vale la pena vivir con el espíritu inundado de alegría, sabiendo que “la esperanza es el sueño del hombre despierto”.
En fin, hay evitar el suicidio espiritual dándole a la esperanza una oportunidad, recatándola de la indiferencia; estoy cierto de esta posibilidad, pues “la desesperanza está fundada en lo que sabemos, que es nada, y la esperanza sobre lo que ignoramos, que es todo”; por ello también hay que tener cuidado con la cobardía que se viste de sensatez y sobre todo aprender a viajar con la embarcación ligera, porque al tener a Dios lo demás es lo de menos, inclusive la pandemia. Razón tenía Albert.