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Alergia al debate

En la semana se han realizado un par de “debates” entre quienes aspiran a ocupar el puesto de Gobernador del Estado a partir del primer día de diciembre próximo: el primero organizado por el Instituto Electoral de Coahuila y el segundo por la Universidad Iberoamericana Torreón. Salvo chispazos, ambos ejercicio sólo han tenido de debate el nombre.

Me hago cargo, por supuesto, del matiz existente en el segundo caso: los organizadores no le llamaron “debate”, sino “encuentro universitario”, pero, para todo efecto práctico, más allá del nombre y del uso de formatos ligeramente distintos, uno y otro fueron malos intentos de debate.

Me adelanto a las suspicacias: no pretendo, al decir lo anterior, criticar a las entidades organizadoras. Ya lo dejé por escrito en una colaboración publicada en VANGUARDIA con motivo del debate organizado por el IEC: la responsabilidad de volver interesantes estos ejercicios –y convertirlos en auténticos debates– corre a cargo de los candidatos.

Pero incluso mi intención no es siquiera criticar los referidos ejercicios, sino llamar la atención sobre un detalle puntual: si no tenemos debates auténticos, es porque realmente ni siquiera nos gustan. A nosotros, como individuos, nos gusta más bien el monólogo, el ejercicio de la perorata en solitario, sin contraste alguno, para luego dar paso simplemente al aplauso del respetable.

La razón de esta conducta generalizada, creo, es muy simple: vociferar no exige análisis, no demanda preparación, no implica hacer siquiera el mínimo esfuerzo por acompañar nuestras afirmaciones de evidencia sólida, ni de prueba alguna, así sean éstas de mediana contundencia.

Debatir nos repele, nos provoca alergia, porque para hacerlo es indispensable abandonar el terreno seguro desde donde es posible largar ocurrencias, frases sin sentido, lugares comunes y prejuicios, sin necesidad, ya no digamos de probarlos, sino de al menos contrastarlos contra otros puntos de vista.

Pero no son nuestros candidatos solamente –partidistas o independientes– quienes le tienen fobia al debate: ellos y ellas son solamente un producto inevitable de la cultura en la cual estamos inmersos prácticamente todos.

Personalmente padezco el fenómeno en forma recurrente: en casi cualquier mesa donde me siente, los interlocutores tardan muy poco en sentirse “ofendidos” por el hecho de escuchar argumentos mediante los cuales sus planteamientos e ideas resultan ser falsos, incoherentes, carentes de sustancia o simplemente irrelevantes.

La reacción es, por regla general, tomarse el asunto como algo personal y reclamar “el tono” en el cual se dicen las cosas. Con asombrosa frecuencia, los interlocutores largan un facilismo discursivo del tipo “el problema no son las palabras, sino la forma en la cual las dices”…

Al respecto, el filósofo Fernando Savater publicó hace algunos días, en su espacio editorial de El País, un artículo titulado 
“Corrección política: Héroes impertinentes” del cual tomo prestado el siguiente párrafo:

“Toda opinión expresada crea una palestra, un espacio de debate donde se ofrece para ser cuestionada y recibir objeciones o aportes confirmatorios. La única forma aceptable de respetar una opinión es discutirla. Y ‘discutir’, esa bonita y esencialmente civilizadora palabra, proviene etimológicamente de un verbo que significa zarandear, sacudir, tirar con fuerza de una planta para ver si tiene raíces firmes. De modo que discutir una opinión es zarandearla y someterla a tirones para aquí y para allá, a fin de ver si está bien enraizada en la realidad o es simplemente flora superficial, bonita y aparente pero incapaz de resistir la menor ventolera argumental”.

He enfatizado intencionalmente la última parte porque, creo, ahí está el núcleo del argumento: la idea de someter nuestras ideas a la prueba del zarandeo argumentativo nos incomoda, nos resulta insoportable.

En más de una ocasión he convocado a debatir, por ejemplo, a integrantes del segmento teóricamente mejor armado para el ejercicio, porque su campo es –se supone– el del planteamiento y defensa de ideas: los columnistas de opinión. Nunca he recibido una respuesta positiva.

No se diga de quienes marcan “tendencia” en redes sociales (sin importar si  se trata de millennials o individuos “veteranos”): son buenísimos para lanzar al ciberespacio encendidos y “feroces” textos de crítica, así como “valientes” andanadas de invectivas… pero sólo mientras se encuentran detrás del seguro parapeto de sus teclados y son flanqueados por sus complacientes coros de fans, prestos a obsequiarles el ansiado like, el vivificante retuit o el halagador fav, aunque no hayan leído ni una letra de lo dicho.

No nos extrañemos, pues, de la resistencia al debate entre quienes aspiran a gobernarnos. Para debatir es imprescindible leer, estudiar a profundidad los argumentos a los cuales nos suscribimos, pero también los contrarios a estos y, sobre todo, entender y asumir la característica esencial del ejercicio: vernos obligados a admitir el estar equivocados. Y esa sola idea nos resulta absolutamente intolerable.

Parafraseando a un clásico: tenemos estos “debates”, porque eso merecemos. Tendremos verdaderos debates cuando de verdad nos gusten.

¡Feliz fin de semana!

@sibaja3
carredondo@vanguardia.com.mx