Al callejón de los trancazos

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Al callejón de los trancazos

La palabra “chimuelo” es mexicana. Sirve para designar al desdentado, a aquél a quien se le ha caído un diente, o varios. Entre los campesinos he oído aplicar ese vocablo al hombre al que le falta un güevo, dicho sea en modo campirano. El término castizo para nombrarlo es ciclán. Pues bien: este señor cuyo nombre no diré era chimuelo (de arriba). Todos los dientes se le habían caído. Su esposa lo exhortaba de continuo a ir con un odontólogo a fin de que le pusiera unas placas, pues por la falta de dientes producía al hablar un sonido sibilante muy molesto. Él, sin embargo, no hacía caso de tan prudente admonición y seguía así, chimuelo. Eso tenía otras desventajas. Por ejemplo, el tipo no podía comer chicharrones de marrano, que le gustaban mucho, ni frutas como la manzana, que le agradaban no poco. (Es una pena que Eva no haya sido chimuela). Tales inconvenientes, y otros más, hicieron que por fin el desdentado se decidiera a afrontar el problema, y un buen día, sin decirle nada a su mujer, acudió a una clínica dental y se hizo poner las tales placas. Le vinieron algo grandes –quedó como si se anduviera riendo siempre-, pero los artilugios cumplieron su función: ya no se vio sin dientes. Aquella noche llegó a su casa deliberadamente tarde, esperando que su esposa estuviera ya dormida. En la oscuridad de la alcoba se metió en la cama, y acercándose al oído de la señora hizo chasquear su dentadura a la manera de unas castañuelas. (“Crótalo, crótalo, crótalo, escarabajo sonoro”, dijo García Lorca de las castañuelas en deslumbrante imagen parecida a un haikai. Dicho sea de paso, nadie ha hecho sonar los palillos como la mexicana Sonia Amelia, la mejor crotalista de aquende y allende el mar). Medio se despertó la esposa al escuchar aquel rítmico chasquido por peteneras, y todavía adormilada dijo: “Está bien, compadre. Nomás que sea rapidito, porque no tarda en llegar el chimuelo”… ¿A qué esa larga narración, que tiene todos los visos de ser apócrifa? Viene a cuento para decir que a López Obrador no se le dan bien las relaciones internacionales. (Tampoco las relaciones nacionales se le dan muy bien). Ahora le ha dado por picarle la cresta a los Estados Unidos con una retórica dizque bolivariana más anticuada y obsoleta que el corsé, el miriñaque y el peinado de bandós. En su diatriba contra la OEA solamente le faltó a AMLO citar aquello del imperialismo yanqui a la manera en que lo hacían los izquierdistas de mediados del pasado siglo. Se está metiendo nuestro Presidente al callejón de los trancazos, pues Biden no está chimuelo, y una tarascada suya nos dejaría sin tener qué masticar, como están los bolivarianos cubanos y venezolanos. No son los tiempos ya en que los vecinos se asustaban con el petate del muerto del comunismo. Ahora, desaparecida la URSS y sin ninguna guerra fría al frente, son dueños del mundo, y como tal hay que tratarlos, siquiera sea por elemental instinto de conservación. Esto no implica renunciar a la dignidad nacional: significa sólo reconocer pragmáticamente la realidad, que tiene el defecto de ser muy real, y acatar sus dictados sin perder figura, hasta donde eso sea posible. Hombre de pocas lecturas es López Obrador, de ahí que sea tan influenciable, sobre todo en materia de reclamaciones históricas, pero en el caso concreto de su trato con el Sansón del norte le haría bien conocer aquella antigua fábula que en la infancia aprendimos los hijos de los aspiracionistas: “En casa de un cerrajero / entró la serpiente un día, / y la insensata mordía / en una lima de acero. / Díjole la lima: ‘El mal, / necia, será para ti. / ¿Quieres hacer mella en mí, / que hago trizas el metal?’”. Tiene su moraleja esta fabulilla, pero con lo dicho está dicho lo que hoy quise dejar dicho… FIN.