Adolfo Flores Arizpe

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Adolfo Flores Arizpe

La tradición en esta época es la deferencia Navideña, los buenos deseos, regalos, sonrisas, abrazos y felices pascuas. Así celebramos el alfa del cristianismo en occidente, ya sea de manera superficial o de un modo espiritual, aunque también son momentos de reflexión y de cierto spleen de tristeza y melancolía.

Y es que en esta época se acentúa la nostalgia por nuestros amados ausentes y por los amigos que se han adelantado en el camino. Y ciertamente la nostalgia es evidencia de que existe un lugar más allá del sol, un bello hogar, como dice el “Himno 500” de los cristianos, un canto lleno de fe y esperanza.

Una lejana Navidad es la que ahora nos trae el recuerdo de Adolfo Flores Arizpe, entrañable amigo cuyo reciente deceso es causa de tristeza para su familia y los amigos que lo recordamos con afecto. Fue en una Navidad, en Parras de la Fuente, cuando inició una larga y buena amistad.

Y no se trata de hacer una apología del amigo ausente, ya que nunca fue proclive al olor del incienso barato, aunque sí nos gustaría tener el talento para escribirle un réquiem acorde a su destacada personalidad.

Porque cierto es que Adolfo tenía un quicio de grandeza admirable junto a una recia personalidad. Un ser perteneciente a una especie que se extingue por su nobleza y generosidad, raros atributos en una tierra donde abunda la mezquindad.

También es cierto que nunca se ufanó de llevar una vida impecable, porque siempre reconoció los pasos perdidos, esos que nos causan cuitas y sinsabores. Pragmático como era, la realidad fue siempre su hábitat permanente, una realidad dialéctica de flaquezas y fortalezas, de defectos y virtudes, en tensión constante con lo real y lo ideal,muy consciente de sus alcances y limitaciones.

Hay que decir también que Adolfo era un hombre de fe, al menos en las resacas de la vida que es cuando más se necesita. Recordamos la emoción le causaban los relatos de los patriarcas y profetas de Israel, especialmente la saga de José en Egipto, de cuando el Soñador lloró al reconocer a sus hermanos hijos de Jacob y cuando de regreso a Canaán, José les pidió no reñir por el camino, relato que conmovía el noble espíritu de Adolfo hasta humedecerle los ojos.

Cierto es también que ayudaba a sus semejantes cuando así lo requerían, con esa elegante discreción que tenía para disimular su generosidad. A muchos de sus colaboradores nos instó y apoyó en la edificación de un patrimonio familiar, lo cual demuestra que siempre deseó el bien a los demás, incluyendo a la miseria humana que nunca estuvo a la altura de su amistad.

Culto y de una sólida formación intelectual, tenía ese don que es el desenfado en los seres de grandeza espiritual.

Pero esta Navidad Adolfo ya no estará físicamente con nosotros. Nos queda la esperanza de que algún día lo volveremos a ver, quizá más allá del sol, tal vez en esa orilla sagrada donde nos espera el destino, o a lo mejor en el Valle de Josafat. No lo sabemos. Mientras tanto, no hay que preguntar por quién doblan las campanas, doblan por todos aquellos que extrañamos a Adolfo, al gran amigo que se adelantó en el camino.