Adiós, mariquita linda

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Adiós, mariquita linda

Ilustración: Vanguardia/Esmirna Barrera
Este relato es una muestra del trabajo creativo del equipo de Redacción de esta casa editorial. Encuentra un nuevo texto cada semana

Por: Humberto Vázquez Galindo
Periodista y editor

La Juanga y yo nos entendemos como dos viejos amigos. Así que cómo no iba a aventar las de cocodrilo cuando mi mariquita linda, así nomás por sus destos, arrumbó el micrófono y se nos peló. La loca se fue así, sin decir adiós, sigiloso como se pela un mayate cuando se termina el cartón de cerveza. Pero cómo no llorar a grito tendido si yo
todavía ni nacía y gracias a él ya traía un fiestón loco en el vientre de mi madre.

Así que esta carta, qué digo carta, esta declaración de amor, es para él. 

Para ese fabuloso puñalito que con la certera filigrana de sus canciones, nos remendó el corazón a mi madre y a mí. Y no es para menos, imagínense que era apenas un feto cuando él me obsequió un curso intensivo de desamor en breves lecciones y además, a tan corta edad, me dio una lección que ni Neruda con “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”: “Es tan corto el amor y es tan largo el olvido”.

Cuántas lágrimas se hubieran ahorrado ustedes, pobres mortales, si en lugar de Baby Beethoven, su mamá les hubiera puesto a La Juanga entonando con un nudo en la garganta que no nació para amar, que nadie nació para él, que tan sólo fue un loco soñador nomás. Discúlpenme, pero con esa educación sentimental, uno no anda necesitando terapeutas, siquiatras o barrerse con pirul.

Mi querido chotito, me creas o no, pero yo apenas era un feto cuando ya te andaba haciendo coros. Conocerte fue una revelación, imagínate nueve meses sin oficio ni beneficio, sin ningún jodido drama. Así que apenas te escuché y me inventé coreografías, agarré de micrófono el cordón umbilical, me puse mi primera borrachera con puro ácido fólico y apenas naciera, entre mis pendientes estaba fundar  el club de fans: “Te llegará mi olvido”.

Te cuento, mi jota adorada, las mamás son todo menos pendejas y la mía como que traía un mal presentimiento con eso de que me gustara tanto tu música, pero lo aplacaba con un “ya se le pasará”. Entonces, para componerme el gusto, me ponía rondas infantiles en voz de Cri Crí. Mi vieja, que era testaruda, lo conseguía. Muerto del aburrimiento, yo le daba tregua y dormía como angelito.

Cuenta mi amá que su embarazo arrancó sin sobresaltos, que todo era calmo y placentero, digamos que yo vivía muy bien. Y era raro, porque se suponía que yo no sabía de tristezas ni de lágrimas ni nada que me hiciera llorar… hasta que te conocí. Apenas escuché ese tonito lastimero salir de un radio viejo y me volvía loca, digo loco. Se podría decir que gracias a ti, tuve el primer proyecto de vida: convertir el vientre materno en un lugar de ambiente. Y así fue.

Me hubieras visto, pinchi Juanga, bailando el Noa Noa enredado en el cordón umbilical, pateándolo como si fuera el cable del micrófono, levantando la patita como dándole vuelo a la cauda de un vestido imaginario, perdón, pero tengo que aceptar que eso sí era más del estilo de la Durcal, ésa a la que le bajaste el marido, pero ésa es otra historia.

Y ahí va mi mamá, veloz como tortuga, a cambiarle de estación. Yo hacia mi entripado y la pateaba, le mandaba agruras, dolores en la espalda y le mordía el ombligo y nada la detenía. Pero la vida da muchas vueltas, y en una de ésas que mi apá no llega a dormir. Entonces mi amá, que andaba bien sabe cómo, quitó, bendito Dios, las rondas infantiles y ¿qué crees? Te puso a ti, mi renglón torcido de Dios, y ahí empezó este culto, este eterno peregrinar al desconsuelo.

Mi papá quiso ponerle de su cosecha a mis gustos. Cuando llegaba hasta las manitas y según mi mamá, todo chupetoneado, me cantaba con sentimiento y muy cerquita de la panza las de Los Invasores, Lorenzo de Monteclaro, Carlos y José, Cornelio Reyna, Los Cadetes de Linares y ya más entradón al poeta José Alfredo Jiménez. Un Club de Toby compuesto por puros viejos cabrones, que claro, eran escuchados por otros viejos igual de cabrones y rabos verdes.

Yo me hacía el occiso y nadaba de muertito. Al igual que mi mamá, no me tragaba su arrepentimiento. Digamos que yo estaba de parte de las viejas, no por nada iba a todas partes con mi mamá y me convertí en su confidente. Pero fíjate que hablándome de tus dramas, se olvidaba de los suyos: que si tú papá se volvió loco y se perdió, que si te abandonaron en un internado, que si te escapaste a los 13 años y a esa misma edad compusiste en un piano dibujado en una madera “La Muerte del Palomo” y que hasta la cárcel fuiste a dar. “Pobrecito, de seguro hasta lo violaron”, decía mi mamá con tristeza, mientras yo esbozaba una sonrisa pícara que ella no podía ver. Cuánta cosa no me contó mi madre teniendo de fondo a Lola Beltrán, Lucha Villa y hasta mi aguardientosa Chavela Vargas. Pero cuando se trataba de hablar de sus penas, para acompañarlas estaba su entrañable “San Juan Gabrielito”, nadie como el santo patrono de la desdicha para aventar la lágrima, para escupir el reproche, para hacerse la mártir y exponer el cora.
Me acuerdo cuando escuché clarito tu voz atormentada, ronca de tanto desconsuelo, no sé por qué, pero te imaginé envuelto en lentejuela, con la mano en la cintura, la frente en alto, orgulloso de tu festiva ambigüedad, sudando jotería, borracho de amaneramiento. Mi madre y yo brindamos con un té de manzanilla por los pinchis hombres. Ahí chillé por primera vez por algo que no fuera hambre y alcé la copa por los amores difíciles. ¿Cómo que cuales? Pues los tuyos y los de mi mamá, ni modo que los míos.

Fíjate lo que son las cosas, mi lindo mariposón, aún no nacía y ya traía atravesado a tus mayates. ¿Cómo que cuales? A los siete meses me di cuenta que la querida no era querida, sino querido. Nomás con oírte te saqué el precio, porque aquí no aplicaba eso de lo que se ve no se pregunta. 
Fíjate, aún ni para cuando los dientes de leche y yo ya traía colmillo. Te pareces tanto a mí...

Ahí estabas tú con la cantaleta esa de “no me ha sanado bien la herida, te extraño y lloro cada día” y oírte me dio un vuelco al corazón. Digamos que me saqué el dedo de la boca, se me quitó lo modorro, abrí mis ojos enormes y quedé conmovido al escuchar cómo se te quebraba la voz, qué digo la voz, cómo te quebrabas todo. Dicen que la infancia es destino, pero yo todavía ni nacía cuando predije “como que esta vieja torcida y yo nos vamos a llevar chingón”. No sé con qué tipo de artilugios me enredaste, pero lo mío, lo mío, siempre fue tu cancionero. Lo siento por los tíos y sus ánimos de ponerme a los Beatles, Janis Joplin y Led Zeppelin. Sabrá Dios que dirían, ni que hablara inglés y fuera güero y de ojo azul.

 Y sabes qué, mi pispireto mariconcito, como que estábamos destinados a conocernos porque llorón yo ya era, sólo necesitaba buenos motivos, porque ahí adentro, en ese cuartito de infonavit que era la panza de mamá, como que faltaba hacerla de pedo, pues lo único por lo que lloraba era por calor, la agrura, el poco espacio, el hambre, hasta por aburrido y, cómo no, por joder a mi mamá cuando apenas lograba pegar el ojo.

No estás tú para saberlo, ni yo para contarlo, pero fíjate que ahora que estiraste la pata pusiste a todo el país de luto. Resulta que los muertitos siempre son un dechado de virtudes y a ti nomás faltó prenderte veladora y adjudicarte milagros. Me creerás que este país de mata jotos se puso sentimental y olvidó que se te caía la manita. Hubieras visto mi triunfante sonrisa cuando vi a este pueblo bragado llorarte con harto sentimiento. No sabes lo que fue ver al país de Pedro Infante y los hermanos Soler arrodillados ante tu grandeza y pasar por alto algo que no es poca cosa: 
“que eras mariconcito”. Esto último pronunciado con cierto cariño, bajito, haciéndose de la vista gorda, como cuando gana la resignación. Y al final, imagínate la proeza, todos terminaron concluyendo que les valía madres, porque “ah, qué chulada de canciones”.

Con tu partida, mi mamá se acordó que apenas sonaba “Siempre en mi Mente” en la radio y yo en su barrigota armaba la fiesta. ¿Que por qué la bailaba si no es una rola festiva? Sabrá Dios, pero la culpa es toda tuya, entendí que contigo no se sabe, que uno puede empezar llorando, todo tirado a la desgracia, como cuando te dejan abrazado de un poste y luego, por un giro insospechado, ese funeral que son tus canciones se convierte en una fiesta y de pronto andamos levantando polvo, zapateándole con nuestros muertitos en hombros, a pura risa y risa sacudiendo el culo. Y ahí vienen de retache las penas y a tirarse otra vez a la tristeza y así hasta el infinito.

Adentro yo era un manojo de nervios, queriendo salir antes de lo planeado nomás para que cuando me fuera mal, me fuera como esas noches: esas en las que mi mamá se la pasaba suspirando porque mi jefe seguía de juerga con sus segundos y terceros frentes, y tú porque se te salía del carril el pelado que trajeras de moda. Así que yo, que no era un feto muy religioso, le pedí al destino que apenas saliendo me procurara un mal amor, un desencuentro, un mayatito de bota miada, con caguama en lugar de teta y un pistolón escondido en el pañal. Desos culeros que luego luego ahuecan el ala y te dejan con la certeza que es más fuerte la costumbre que el amor. Lo que a mí me urgía era cantar con sentimiento, abrazarme a esos dos pobres infelices que eran tú y mi madre, alzar la copa, ahora sí hasta el tope de tequila para atenuar los calambres en el alma que dejan esos cabrones. Y al final, ya cuando estás convencido de que ya soltaste, que nomás tus chicharrones truenan, arruinarlo todo con un “aunque ya no sientas más amor por mí sólo rencor, yo tampoco tengo nada que sentir y eso es peor, pero te extraño, también te extraño”.

No sé a quién le escuché que los mexicanos tenemos una extraña predilección por el sufrimiento, será el sereno, pero yo no me iba a esperar a los 16 para llorar por un amor que no llegó. Y como no hay plazo que no se llegue, ni fecha que no se cumpla, un día se me puso y decidí nacer, eso sí, con varias consignas en mente: darle un fuerte abrazo y un beso tronadito a mi amá, poner “Siempre en Domingo” para al fin conocerte y, claro, ir corriendo a fundar un club de fans. Pero no nos adelantemos, digamos que el doctor me nalguea y que me gusta y en lugar de berrear desconsolado, en puro Do de pecho solté eso de “porque tú a mis espaldas me hiciste traición, hoy por eso te voy a quitar lo farsante y voy a hacer que tú hincadito me implores perdón delante de tu mugroso y mantenido amante”, y la jefita supo que era yo y me aferró a su pecho y trajeron el tequila y brindamos por la vida, por los amores de segunda mano y por ti, porque padre no es el que cría, sino el que educa, y la educación sentimental se la debo todita a usté.
Quién lo iba a decir, mi Niño Fidencio de las rancheras, el brujo mayor de las almas atormentadas, que además de mi santo patrono, te ibas a convertir en cómplice, comadre, confidente, compañero de parranda, alcahuete y sobre todo en paño de lágrimas. No hay momento importante en mi disipada vida que no esté asociado con una rolita tuya. Uy, si yo te contara. En esta tragicomedia que es la vida, nadie como tú para deshilachar las penas, para ponerle sal a la herida. Y también, cómo jodidos no, ni que fueras puro pinchi llanto, darle luz verde a la borrachera y brindar por los grandes momentos, cuando los astros se ponen de modo y con el pecho hinchado de felicidad nos subimos a la mesa del bar y pedimos un aplauso por ese amor que ha llegado.

Por eso, y vuelvo a lo mismo, cómo chingaos no aventar las de cocodrilo cuando me enteré, hace justo un año,  de tu partida. Si desde el vientre materno tú y yo agarramos por nuestra cuenta la parranda, si desde ese pequeño lugar de ambiente, ese improvisado Noa Noa, empezamos a cosechar este grande y dulce amor y ahí nos empezamos a entender como lo que hoy somos, dos viejos amigos, ese que de su ronco pecho me enseñó la más grande lección de mi vida: que el amor es eterno mientras dura.

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