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20 años de la oveja Dolly: ¿por qué los clones mueren jóvenes?
En 1997, los biólogos Keith Campell, Ian Wilmut y otros compañeros presentaron al mundo a la oveja Dolly. No era un cordero cualquiera, sino un clon. No había nacido de un óvulo y un espermatozoide, sino que provenía de una célula glandular mamaria de otra oveja que ya no estaba viva, una Finn Dorset de seis años de edad.
Con ella nació también una revolución científica y social.
Algunos científicos destacados se mostraron escépticos; era demasiado bonito para ser cierto. Pero se clonaron más animales: primero, el ratón de laboratorio y luego, vacas, cabras, cerdos, caballos e incluso perros, hurones y camellos. A principios de 2000, el asunto estaba zanjado: Dolly era real y la clonación de mamíferos adultos era posible.
Las consecuencias de la clonación de animales para nuestra sociedad resultaron obvias desde el principio. Nuestra mayor capacidad para reprogramar células adultas ya especializadas y reiniciarlas convertidas en algo nuevo podría, algún día, ser la clave para la creación de células y órganos compatibles con el sistema inmunitario de cada paciente necesitado de “piezas” de repuesto.
Pero lo que, de algún modo, se pasó por alto fue el hecho de que el clon había nacido —con cero días— de una célula de otro animal que tenía seis años de edad. Los investigadores llevan 20 años tratando de desenmarañar los misterios del envejecimiento de los clones. Desde un punto de vista biológico, ¿qué edad tienen estos animales nacidos de células de otros animales adultos?
Décadas de investigación sobre la clonación
Dolly se convirtió en una celebridad internacional, pero no fue el primer vertebrado clonado de una célula extraída del cuerpo de otro animal. En 1962, el especialista en biología del desarrollo John Gurdon clonó un animal adulto por primera vez al extraer una célula del intestino de una rana e inyectarla en el óvulo de otra. El trabajo de Gurdon no pasó desapercibido; posteriormente, compartió el premio Nobel de 2012 de Fisiología o Medicina. Pero la que despertó nuestro interés fue Dolly. ¿Era porque se trataba de un animal de sangre caliente, un mamífero, mucho más cercano a los humanos? ¡Si se podía hacer con una oveja, se podía hacer con nosotros!
Dolly, junto con las ranas de Gurdon de 35 años antes, y todos los otros experimentos intermedios, redirigieron nuestros estudios científicos. Resultaba asombroso ver una célula diferenciada —una célula adulta especializada en un trabajo concreto— transformarse en una célula embrionaria capaz de desarrollarse hasta dar lugar a todas las demás células del cuerpo. Los investigadores nos preguntábamos si podríamos llegar más lejos: ¿seríamos capaces de obtener en el laboratorio una célula adulta indiferenciada de nuevo, sin necesidad de producir un embrión clonado?
Una década después de la presentación de Dolly, el equipo del investigador Shynia Yamanaka, especializado en células madre, hizo exactamente eso. Posteriormente recibiría el Nobel junto a Gurdon por demostrar que las células maduras podían reprogramarse para convertirse en pluripotentes: células capaces de transformarse en cualquier célula adulta especializada.
Ahora tenemos la posibilidad de fabricar células personalizadas de repuesto —en principio, de cualquier clase— para reparar el tejido dañado por las lesiones, los trastornos genéticos y la degeneración. Y no solo células; puede que pronto seamos capaces de hacer crecer nuestros propios órganos en un huésped no humano, listos para ser trasplantados cuando sea necesario.
Si Dolly ha sido la desencadenante de acontecimientos que culminarán en nuevos métodos para fabricar células y órganos plenamente compatibles, su legado habrá sido el de mejorar la salud de prácticamente todos los seres humanos del planeta. Y sigo convencido de que hay cosas todavía mejores por venir.
Todavía se están desvelando los secretos de Dolly
En el invierno de 2013, me vi conduciendo por el carril contrario de una carretera que atravesaba la campiña de Nottingham. En contraste con el cautivador paisaje, yo me sentía apesadumbrado; iba camino de ver a la familia de Keith Campbell tras la repentina muerte de este unas semanas antes. Keith era un amigo inteligente, divertido y cariñoso que, junto con Ian Wilmut y otros compañeros del Instituto Roslin, nos había regalado a Dolly 15 años antes. Nos conocimos en una conferencia a principios de la década de 1990, cuando ambos éramos científicos en ciernes que jugueteaban con la clonación, Keith con ovejas y yo con vacas. De naturaleza extrovertida, enseguida me deslumbró con su humor ingenioso y modesto y su incesante conversación, todo ello aderezado con un marcado acento de las Midlands occidentales. Nuestra amistad, que empezó entonces, duró hasta su muerte.
Cuando llamé a la puerta de su pintoresca casa de campo, mi plan consistía en quedarme unos minutos, darle el pésame a su esposa y marcharme. Cinco horas y varias Guinness después, me marché sintiéndome agradecido. Keith tenía ese efecto sobre la gente, aunque esta vez no era él mismo, sino que era su último trabajo el que hablaba por él. Y todo, gracias a que su esposa, muy generosamente, me habló del proyecto en el que Keith estaba trabajando en el momento de su muerte. Yo no podía ocultar mi entusiasmo: ¿cómo era posible que, 20 años después, aún no se hubiese revelado el aspecto más asombroso del legado de Dolly?
Verán, cuando clonaron a Dolly, la concibieron usando una célula de una oveja de seis años de edad. Y Dolly murió con seis años y medio, una muerte prematura para una raza que vive una media de nueve años o más. La gente suponía que el clon de un adulto iniciaba su vida con una desventaja en cuanto a la edad; en lugar de ser un verdadero "recién nacido", parecía que la edad interna del clon fuese más avanzada de lo que su propio tiempo de vida indicaba. De ahí la idea de que la edad biológica de los clones y su edad cronológica no estaban sincronizadas y, por tanto, los "animales clonados morían jóvenes".
Algunos estábamos convencidos de que, si el procedimiento de la clonación se llevaba a cabo correctamente, el reloj biológico podía reiniciarse; un clon recién nacido que realmente empezaba de cero. Trabajamos mucho para probar nuestro argumento. No nos convencía un único análisis del ADN de Dolly que ponía de manifiesto que sus telómeros (la secuencia repetitiva de ADN situada al final de los cromosomas que "cuenta" el número de veces que una célula se divide) eran un poco más cortos. Presentamos sólidas pruebas científicas que mostraban que todas las vacas clonadas tenían los mismos signos moleculares de envejecimiento que las no clonadas, lo que predecía una esperanza de vida normal. Otros demostraron lo mismo en ratones clonados. Pero no podíamos hacer caso omiso de los estudios de compañeros que ponían de manifiesto signos biológicos en animales clonados que se atribuían a un reinicio incompleto del reloj biológico. Así que las deliberaciones continuaban.
Los estudios sobre el envejecimiento son muy difíciles de hacer porque solo hay dos puntos de información que de verdad importen: la fecha del nacimiento y la fecha de la muerte. Si se quiere conocer el tiempo de vida de un individuo, hay que esperar hasta su muerte natural. Lo que yo no sospechaba es que eso era lo que Keith estaba haciendo en 2012.
Aquella tarde de sábado que pasé en la casa de Keith en Nottingham, vi una foto de los animales del último estudio de Keith: varias Dolly clonadas, todas mucho mayores que Dolly cuando esta murió, y con un aspecto estupendo. Estaba sobrecogido.
Los datos eran confidenciales, así que tuve que guardar silencio hasta finales del año pasado, cuando el estudio se publicó a título póstumo. Los coautores de Keith declaraban con humildad: “En el caso de los clones que sobreviven al periodo perinatal [...] la conclusión general, respaldada por los datos actuales, es que están sanos y parecen envejecer con normalidad”.
Estos hallazgos cobraron más importancia todavía cuando, el pasado diciembre, investigadores del Instituto Scripps de Investigación descubrieron que las células madre pluripotentes inducidas que se reprograman mediante los “factores de Yamanaka” conservan las características epigenéticas de envejecimiento del donante. En otras palabras, cuando se usan esos cuatro genes para tratar de reprogramar las células, parece que no se reinicia el reloj biológico.
Lo que ahora nos dicen las nuevas Dolly es que, si tomamos una célula de un animal de cualquier edad e introducimos su núcleo en un óvulo maduro no fertilizado, obtenemos un individuo que nace con una esperanza de vida completamente renovada. Confirman que todos los signos de envejecimiento biológico y cronológico de las ovejas clonadas coinciden con los de las no clonadas.
Parece existir un mecanismo natural incorporado a los óvulos que es capaz de rejuvenecer una célula. Todavía no sabemos qué es, pero está ahí. Nuestro grupo y otros trabajan con ahínco en ello y, en el momento en que alguien lo encuentre, se hará realidad el legado más fascinante de Dolly.