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¿El mejor ejemplo de aspiración? Los migrantes mexicanos
En los días posteriores a la elección del 6 de junio, el presidente López Obrador dedicó parte de sus conferencias de prensa matutinas a cuestionar la voluntad de superación individual. ¿Por qué decidió arremeter contra la aspiración de progresar? Es un misterio, entre otras razones, porque se trata de una evidente contradicción.
López Obrador ha presumido por años –a veces con razón– de conocer a fondo la identidad mexicana. A veces parece que en realidad presume de entender algo más profundo: el alma de la gente; lo que le angustia, pero también a lo que aspira. Cuando censura el anhelo aspiracional, el Presidente da la espalda a una de las virtudes más evidentes de México.
El ejemplo más claro está en los migrantes mexicanos. A lo largo de la última década de trabajo en Univisión Los Ángeles he escuchado y compartido las historias de vida de miles de paisanos. He hablado con todo tipo de gente: padres de familia, jóvenes recién llegados, abuelos y abuelas, madres solteras y un largo etcétera. Vienen de todo México y todos comparten, sobre todo, dos cosas. La primera es el idioma, claro está. Y la segunda es un hambre concreta de conquistar un mejor lugar en el mundo, dar a sus hijos una mejor educación, un mejor empleo, una vida más plena y promisoria.
Me vienen a la mente, de súbito, decenas de ejemplos. Pienso, de pronto, en Susana, una joven guanajuatense que llegó a EU siendo una niña. Su padre decidió emigrar cuando supo que su esposa estaba embarazada de Susana. La madre emigró con Susana en brazos. La niña tenía 6 meses de edad. El padre de Susana creció vendiendo chicles en las calles de León y su madre trabajaba en una fábrica. Como ocurre en muchas familias mexicanas, tanto el padre como la madre crecieron con madres solteras, abandonadas por sus maridos. Al llegar a California, el padre de Susana vivió en la calle por meses. Después comenzó a abrirse camino. Alguien le tendió la mano y consiguió un empleo. Y luego otro y otro más, siempre a mejor. Hoy, la madre se dedica a la costura y el padre labora en una empresa hidráulica. Por las noches, los dos trabajan en limpieza. Son jornadas de 18 horas, sin parar. Pero al final del día, me contó Susana, ambos siempre vuelven a casa para revisar el progreso de Susana y su hermano en sus tareas escolares. La intención es simple: ni Susana ni su hermano vivirían las mismas dificultades que sus padres. El día que la conocí, Susana se preparaba para graduarse, me parece, de contadora. La primera en toda la historia familiar en alcanzar un título universitario.
¿Qué es esto sino la definición misma de una vida definida por la aspiración? Y no es, ni de lejos, una historia excepcional. He encontrado tantas historias así que incluso publiqué un libro, hace algunos años, con medio centenar. Este ejercicio activo y admirable de aspirar a una vida mejor no es una mera parte de la historia de la comunidad mexicana en el exilio: es la historia entera.
Esto obliga a una pregunta: ¿qué gana el presidente de México desechando, como migajas en la mesa, esa parte del carácter mexicano, que él dice conocer de manera casi mística? No solo eso. ¿Dónde encuentra el ánimo para ningunear la aspiración como vocación vital y luego agradecer encarecidamente a los migrantes mexicanos –como Susana, como sus padres– por los miles de millones de dólares que envían en remesas, y que han mantenido en pie la economía mexicana? La respuesta parece estar en el ámbito político. Al presidente de México le resulta antipático aquello que se resiste a su encanto y le resta poder político. Eso parece haber ocurrido con votantes “aspiracionistas”. No es una buena razón, ni política ni moralmente. Hacer menos al votante de oposición no es receta para el éxito, y eso lo sabe mejor que nadie López Obrador. Pero es mucho peor despreciar a personas que han pasado la vida trabajando y luchando por subir, aunque sea un peldaño en la escalera social mexicana. Lo que merecen es respeto y admiración, no lo contrario.