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López Velarde: el más fúlgido deslumbramiento
Ramón López Velarde escribió en uno de sus ensayos su arte poética: “Yo anhelo expulsar de mí cualquier palabra, cualquier sílaba que no nazca de la combustión de mis huesos”. Al leer sus poemas me pregunto con qué cincel talló cada verso, tan enigmático como seductor. Es como si los dominios del lenguaje le pertenecieran por orden divino, aunque detrás de él estén Baudelaire, Leopoldo Lugones, Darío, Nervo, Virgilio. En sus primeras obras comienza a dibujar su voz: llama a los labios rojos “claveles de aristocracia”; tilda de “conventuales” a los besos; “mi corazón es una cuerda rota”, declama enamorado “pescando amores en el mar de la vida”. Aparece la preocupación del espíritu junto a la pasión. Insiste en términos como “litúrgico”, “arcano”. Desde el principio puede sentirse el fuego íntimo, ese clamor interno que conduce sus palabras. Está, también, el trabajo intenso del poeta, el conocimiento de su tradición lírica, la maestría de las formas que otorgan cuerpo a las imágenes. A un siglo de su muerte, a cientos de libros sobre su obra, le ronda todavía el misterio. ¿Podríamos perfilar a un López Velarde desde el festín poético de su pluma?
Cuenta José Luis Martínez que al escritor una gitana le anunció la muerte por asfixia. La fatídica profecía se cumplió: “pretendió oponerse al frío del valle, sin abrigo, porque quería seguir hablando de Montaigne”. A los 33 años, edad simbólica, murió “asfixiado por la neumonía y la pleuresía”. No faltaron los homenajes y hasta hoy es uno de los poetas más laureados de México. De muy joven manifestaba una profunda vena mística al mismo tiempo que una visión política fuerte. Entusiasmado por el movimiento de Francisco I. Madero, siguió sus pasos en la ideología revolucionaria. En el gigante tomo de obras reunidas, su periodismo ocupa un respetable espacio, más amplio, quizá, que el de su poesía. En los terrenos narrativos era un redactor elegante, de ideas ágiles y profundas. Pero siempre vuelvo al López Velarde poeta, el que habla de Jerez –su tierra natal–, de Fuensanta, del amor y de la patria.
“La sangre devota”, título de su primer poemario, aclara ese sentimiento de joven provinciano en conflicto entre el decoro y el arrebato. Lanza imágenes asombrosas: “pálida, cuyo rostro, como una indulgencia / plenaria, miré ayer tras un vidrio lloroso”. Nos dice cosas como “la cadencia balsámica / que eres tú misma”. En “Zozobra” continúa la presencia de “la devoción católica y la brasa de Eros”. Como Keats, le canta a las aves nocturnas. En vez de ruiseñor, dice “zenzontle”: ¿Hay acaso otro solo poeta que, como éste, / desafíe a las incógnitas potestades, y hiera / con su venablo lírico el silencio despótico?”.
López Velarde navega en el interminable océano del lenguaje. No cae en el ripio ni acomoda a fuerza las palabras. Habita en él un eco del Modernismo con tanto juego de contrastes, mas ya no suena como aquellos poetas melódicos y preciositas. Tampoco ha logrado una vanguardia como la de los Contemporáneos. Es un poeta extraño que se va antes de tiempo, pero deja una estela lúcida en la historia de nuestra poesía. Como él escribió: “y de estos viajes / por la espesura, traigo a mi aislamiento / el más fúlgido de los plumajes: / el plumaje púrpura de tu deslumbramiento”. A cien años de esa muerte anunciada, el poeta se muestra admirable, como desde el inicio, a la espera de que su poesía siga mostrando su ardor inicial, el “incendio sinfónico”, como él diría, su son del corazón que suena “a son moderno, a son de selva, a son de orgía / y a son mariano”.