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Embrujo
Como cada mañana, Marisa se levantó muy pronto. Apenas despuntaba el escarlata del alba que bañaba las montañas cuando apuró sus quehaceres, se enfundó sus mejores ropas y comenzó a bajar por la muy inclinada calle de Hidalgo. El tiempo para desayunar sobraba, el dinero no.
Oriunda del barrio del Ojo de Agua, se decía Saltillense de cepa. Así, con mayúscula. De esas que nacen cerquita del salto de agua que brota en la escalinata de la iglesia, y que cada seis de agosto presentan sus respetos al “señor de la capilla” para rogarle que el próximo sí sea su año. Bajo la abogacía del incansable mantra “ya me toca, por turno o por lástima; pero de que sigo, sigo”.
La mañana comenzaba con muchas aspiraciones y poca certidumbre, como era la costumbre. El trabajo no abundaba y la escasez no era de necesidades. Tenía dos chamacos, de padre ausente, que sacar adelante y deseaba que fueran a la escuela “pa’ que fueran alguien en la vida” y no tuvieran que vagar -como ella- en este valle de lágrimas. Marisa poseía un intangible que se encuentra en bancarrota, fe en la educación.
Apenitas llegaba a la plaza de San Francisco, cuando se encontró con don Beto -pensionado sin pensión- que dedicaba sus melancólicas mañanas a ver pasar los automóviles y la vida; mientras los primeros eran cada vez más, la segunda comenzaba a escapársele de a poco .
-Pues que no estuviste atendiendo el merendero del centro.
-Sí, pero el dueño no quería empleada, quería novia… o amante; y como yo no quise…
-Pues le hubieras dado el gusto.
-Que se lo dé su mujer.
- A lo mejor te tienen trabajada, Mari. Ya ves cómo es la gente ¿qué te voy a andar contando? Todo lo quieren solucionar con esoterismo.
Retomó su camino y un silencio sepulcral la acompañó de puerta en puerta pidiendo esperanza a cuentagotas. “Le barro la banqueta, le lavo los platos, le preparo un guisito o hago los mandados; ahí lo que sea su voluntad pa’ un taquito, mis chamacos se quedaron con hambre”.
Marisa, desempleada de profesión, no tenía ni un centavo asegurado día con día, ni prestaciones, ni seguro y mucho menos en que caerse muerta. Lo único que le sobraba a raudales eran las carencias. Le aterraba enfermarse, más aún que fueran sus hijos, porque aquello pasaba a ser un calvario que ni el mismísimo Cristo del Ojo de Agua hubiera elegido. Se sabía envuelta en una espiral perversa e infinita. Marisa se volvió víctima de su propio embrujo.
Enfiló sus ya cansados pasos hacia el poniente de la ciudad y apenas cruzó la puerta que buscaba, vio la mirada envenenada de Socorrito, especialista en lisonjear al patrón.
-Marisa, qué bueno que esté de vuelta en el merendero. El don la va a recibir con mucho gusto ¿no creerá que anduvo pregunte y pregunte por usted? Lo trae de un ala.
-¿Y sí está?
-Anda allá atrás en su oficina especial, disque entrevistando a una muchacha, pero yo no sé nada de eso porque como él anda dice y dice que usted se va a encargar de la caja. Yo sí soy bien claridosa y le dije que la neta no tienes cualidades.
- Y alternativa tampoco.
José Luis Cuevas Quintero (1993). Es locutor, economista por accidente y lector por vocación. Se ha desempeñado dentro del sector público, privado y académico.